Solo Cambiamos de Traje

Solo Cambiamos de Traje

Sólo cambiamos de traje   

                                                 

Surgió de la nada. no estaba previsto. Nunca preveo un viaje, es más, no me gusta viajar. No obstante, esta nada se convirtió en “el uno  de Plotino” que, más allá del derrame impersonal de energía, nos plantea la imperiosa premisa: ¿Qué nos distingue?

Llegamos  con mi hijo adolescente desde Buenos Aires a Colonia  para Semana Santa del año mil 1996.  Todo en esa ciudad era diferente. Parecía de otro tiempo, de otro continente.

Sus murallas corroídas por el agua y los siglos que unidos se habían convertido en picapedreros, modistos, pintores, escritores y escultores al mismo compás, habían hecho en ellas alegres carruseles, tenebrosos bosques, misteriosos templos, bulliciosas ciudades. Místicos habitantes.

Quizás de esos muros habían salido los personajes que, con gracia y llenos de luz, colmaron en un instante  las calles.

Sorprendido yo, alegre mi hijo, quedamos atrapados entre plumas, torsos descubiertos y sonoros artefactos.

Hombres y mujeres se confundían con sus instrumentos, al punto que percibíamos una maraca con vida o unos delicados brazos llenos de serpentinas que parecían los palillos de un tambor.

Dos ciudades tan cercanas y con un pasado en común viven el presente en forma diferente. En una, la procesión celosa y expectante. En la otra, el baile genuino, alegre, sin vivencias a largo plazo, sólo cerrando un ciclo. Valiosas ambas miradas.

Con los ojos  puestos en el Rey Momo que se alejaba, demorados como aquella vez, pensé en mi padre que cuarenta años atrás, en ese mismo lugar, sentado frente a una agrietada muralla y dibujando con su dedo, a modo de pincel, la silueta de una muchacha de alto peinado, me contó la historia de sus orígenes. Dos generaciones o varias, en una misma voz, en los mismos recuerdos:

“Con blanca sonrisa y con la mirada puesta en el retrato de la pared, la esbelta mulata, gesticulaba y hablaba con emoción. Su sonrisa se amplió aún más al sentir la mirada del niño que acunaba en sus brazos. Acomodó el negro y ensortijado rodete para luego, con ambas manos, volver a acunar a su hijo.

El retrato se convirtió en busto y, salteando pasos, un airoso jinete cruzó la muralla, cruzó el río. La mulata entrecerró los ojos, recordó.

Risas y cantos con fragancia a leña, alumbraban la ciudad vecina. En Buenos Aires, cerca del puerto, siempre estaban de fiesta.

Seis años atrás, Rosario había cruzado en un lanchón para acompañar a su ama al bautismo del primer sobrino. Al llegar a la costa, el bullicio de un gran puerto la aturdió y perdió su mirada entre la algarabía del lugar. La recuperó cuando una voz, que sonaba familiar, nombraba con firmeza a su ama. Rosario la reconoció. El de la voz estaba en la fisura más pequeña del adobe que sostiene la piedra donde se apoya el cañón principal. De ahí había salido y de ahí pasó al retrato que estaba en su habitación ubicada en el costado izquierdo de la casa familiar.

Caminaron rumbo a un carruaje. Dos niños negros llevaban el baúl y las maletas. Sin levantar la vista, la joven morena, caminaba detrás de su ama y de su acompañante. Él no la había saludado, sin embargo, habían intercambiado intensas miradas de fuego. Las dos mujeres subieron al carruaje, el hombre a un brioso caballo. Los chiquillos corrían detrás.

Rosario miraba sin saber qué miraba. Sabía. Sabía sin saber que era de aquí y de allá. Que el estar en una inmensa rendija de una muralla, estar en Colonia de Sacramento, en Mozambique, en el mar o estar en Buenos Aires, era circunstancial. Como circunstancial fue estar en el bautismo del pequeño sobrino de su ama. 

Cuatro veces cayeron las hojas del viejo nogal. Cuatro veces su copa, de verde, se cubrió. Rosario volvió sola a Colonia. Volvió con un latido en su vientre.

Quien hasta entonces había sido su ama y amiga en forma escueta, con sencillez y cariño, le anunció que seguiría su vida en la Casa de las Hermanas de la Divina Providencia en el interior del territorio. No fue fácil su viaje de regreso. Recluida en la parte más baja de la embarcación, revivió su vida y la vida de su madre. Entre mareos, suspiros y corridas, las horas se convirtieron en siglos.

Nadie la esperaba en el puerto. Liviana de equipaje, caminó hasta la casa familiar. Sin palabras entre ella y los padres de su señora, volvió a su habitación.

El ayer era hoy; el hoy, el futuro. Ayer -un día de fiesta- su niño nació. La acompañó, en ese momento, la vieja y desdentada cocinera, risueña e inquieta como un colibrí. Nadie entraba a su cuarto. Nadie salía. Sólo intercambio de cacharros con agua y comida. Cobre, porcelana y granos. Por la ventana, firme, se veía el faro, guiando.

No supo el porqué, pero una mañana de otoño, desempolvó el retrato del cuñado de su ama y amiga, la dulce mujer a la que nadie nunca más nombró. El cuadro serpenteaba en la habitación mostrando,  por momentos, al hombre con una criatura en sus brazos. Era  una niña  de cabellos dorados y  ojos de cielo. Tenía el mismo tiempo que su hijo.

Esa noche, entre el zaguán y el pasillo, escuchó: -¡La mulata parió a dos!

La misma voz, pausada y ronca, hizo que reviviera momentos.

Durante su hospedaje en la estancia de Buenos Aires sólo dos noches, ella y su ama, durmieron separadas. Fue en la semana que su señora había sido tía por segunda vez.

Una vez más, la mulata, elegante y esbelta, acomodó su rodete y con cuidado dejó a su hijo entre las mantas para tomar en sus brazos  a la pequeña que, ávida de amor, se prendió a su pecho con dulzura y candor, contrastando en color. Al mismo tiempo  decía:

-¡Me nombró a mí  ¡Me nombró a mí! ¡Es la historia de mi vida!  Sólo, sólo cambiamos de traje.”

          

Las palabras de la tatarabuela de mi padre, quedaron flotando en el aire, puestas en su voz para luego, estar en la mía.

No sé, con certeza, si hubo precisión de detalles en mi recuerdo como, quizás, no la hubo en el relato de mi padre. Pero tengo en claro que por sus venas, por las mías y por las de mi hijo, corre la bendita sangre del amor aunque la hayan rozado el desarraigo y el dolor.

 La búsqueda de trajes, en nuestra familia, continúa.

 

                                                                                                              

Aníbal Antonio López  

Unquillo, Córdoba