01 Oct Recuerdos de mi Lejana Infancia
Objetivamente el título está dando pie a una respuesta que, para llegar a la cercanía de la realidad, debemos retroceder en el tiempo. Y surge otro interrogante. A qué edad un niño puede orientarnos en esa búsqueda. Por ser parte involuntaria pero sí necesaria en este caso. Cierto día, un camión erró un puente y una de sus ruedas se incrustó en una acequia. Al verlo, a media lengua, recuerdo haber expresado algo así: “oh, el hombre abre el ojo y da olor.” Supongo, y lo digo en primera persona, que lo que quiso expresar es que el hombre en cuestión estaba muerto. Un niño de tres años, puede a esa edad tener un concepto de lo que significa ¿la muerte?, lo dejo para los entendidos. En esa época, y debo estar calculando unos cien años hacia atrás, las familias que se radicaban en nuestro país, eran de origen europeo en su mayoría que escapaban de las guerras y/o persecuciones por diversas razones. Y debo hacer referencia a ello, por ser parte de la familia a la que pertenezco. Mis abuelos eran descendientes de españoles y llegaron a estos lares, animados por las ventajas que ofrecía un país lleno de posibilidades naturales. Del mismo modo, el gobierno, ofrecía tierras para el cultivo de productos agrícolas y largo plazo para su amortización, hasta ser definitivos propietarios. Hago este introito, porque yo andaría entre los tres y cinco años, donde comienzan algunas de mis andanzas. También en ese tiempo, las familias eran bastante numerosas y las casas necesariamente grandes, pues cuando los hombres, ya mayores formaban su propia familia, continuaban habitando la casa. Justamente en este espacio, ¿quién aparece? Pues quien va a ser, yo. El caso es que uno de mis tíos no tenía hijos y yo de puro caradura me pasaba a su habitación. Aquí debo hacer una interrupción, por verme involuntariamente vinculado a una persona que, por significar alguien de reprochable proceder, lo referiré más adelante. Necesariamente debo hacer una subdivisión del relato en etapas que llamaría “Lo Bueno”, “Lo Malo” y “Lo Feo”. Porque realmente en la vida de toda persona, estas etapas son realmente inevitables.
Debo manifestar además que, en mi caso, en el tema “Lo Feo”, debo ser cuidadoso al abordar el tema, por rayar, en algunas ocasiones con lo perverso. Para respetar la cronología del relato, debo retrocederlo en el tiempo, como en esta ocasión. Mi primera novia. María Cristina Cristensen. Rubia, de unos ojos celestes que iluminaban el alma. Un día, a la salida de la escuela, diría accidentalmente o no, nos encontramos en el puente de su casa. Creo, aún no salgo del asombro, nos dimos un beso colmado de inocencia. En ese mismo instante, le hice un obsequio. Un anillito con la Virgen de Luján. Tal lo he mencionado algo más arriba, me había encariñado con mi tío Ismael, pues él no tenía hijos. Desde los tres hasta los trece, debo confesarlo con infinita sinceridad, esos fueron los días más felices de ese trayecto de mi vida. Me veo obligado a mencionar nuevamente a su esposa a la que jamás volveré a llamar tía. Cuando por razones de trabajo, Ismael debió dejar la casa familiar y radicarse en un lugar llamado Medrano, propiedad de un empresario llamado Ganun.
Durante vario tiempo mi tío, hacía el trayecto desde su nuevo domicilio, hasta el nuevo domicilio de mis padres, ahora ubicado en calle Corvalán y Orfila, diariamente en sulky, Ismael hacía ese trayecto para que visitara a mis padres. Nuevamente debo hacer referencia a Angélica, que era el nombre de su esposa. Aprovechando que mi tío no estaba, me castigaba brutalmente. En otra oportunidad me castigó con una rama seca en la cabeza, y al verme bañado en sangre, me rogó que no le contara a Ismael, con la promesa de no hacerlo más. Tanto era el temor que yo sentía de esa mujer que una noche me mandó a encender un fuego en una especie de cocina que había en el lugar y al no lograr hacerlo, improvise miles de intentos con cebo de vela, azufre y no recuerdo cuanto más. Atormentado por el miedo que esa situación me ocasionó, salí en busca de mi tío en plena noche, por la calle Primavera que así se llamaba. Cada vez más cerca escuchaba los vasos del caballo sobre el piso, y casi al enfrentarlo grito “¡tío!”. Él se detiene y le cuento lo sucedido.
Además del trabajo habitual de Ismael, que era distribuir el agua de regadío a los propietarios de la zona, es decir el tiempo que le correspondía a cada cual. Nuevamente me veo involucrado en este pasaje por esta historia. Ismael era propietario de un Almacén de Ramos Generales tal como se denominaba a la actividad en esa época. Allí es donde comienza una de las actividades verdaderamente importantes y productivas de mi accionar. Como lo he señalado Ismael no contaba con tiempo para atender el negocio; su esposa de ninguna manera participaba. Ánglica era indiferente a todo eso. Solamente le importaba su belleza. Se encerraba en su habitación envuelta en sus maquillajes y perfumes. Hay que admitir que era una mujer realmente bella. Siempre le regañaba a su marido diciendo que cuando iba de visita a su casa, no lo hacía por ella, sino por su hermana Vitalina. Sea como fuere, hay que advertir que existía un mundo de distancia entre ambas. Vitalina era una persona buena de verdad. Siempre que me castigaba, salía en mi defensa cariñosamente. Para ampliar más la actitud de esta persona debemos señalar que el día que su madre fue a visitarla, se negó a recibirla. Inútil fueron los ruegos de ella, afirmando que quizás no volverán a verse. Y así fue.
Volviendo los pasos un poco atrás, debo ubicarme en la escena. Siendo un adolescente de doce años hube de hacerme cargo de la atención formal del negocio, en todos sus aspectos. Atendiendo a los clientes entregando sus compras envueltas en papel de manera que quedara sin desparramarse, sistema impensado para este tiempo. Cuando veía a mi tío hacer las cuentas para pagar a los proveedores, ahí estaba yo, con la caja en la mano. ¿Cómo dice? Con la “Caja Fuerte”. No eso no existía en esa época. Era una caja, si, pero de cartón, donde venían las galletas. Entre los dos armábamos los paquetitos de billetes enredados. Ahí aparece la imagen del lugar de los caramelos, donde en algunos de ellos, figuraba el anillito con la imagen de la Virgen de Luján, que obsequié a mi primera novia. La recuerdo y me pregunto, ¿qué será de ella?. Cuánto me agradaría volver a verla y recordar esos momentos.
Hay niños curiosos; sin dudas debió haberlos siempre dentro de una escala, creo de entre cinco y siete años para ubicarme en mi lugar. Generalmente los mayores, quiero significar las personas mayores, descansan a la hora de siesta. Buen horario para explotar la curiosidad. Y por qué no. ¿Qué hay allá arriba?, pareciera haber preguntado algún curioso un día. La respuesta fue aterrorizante: un monstruo que cuando alguien llega allí, lo arroja al fondo de las piletas más abajo, de donde nunca podrá salir. Y ocurrió. Al levantarse Ismael de la siesta, ve al niño, quiero decir me ve a mí a medio recorrido de la escalera, logrando rescatarme. Pienso hoy con mis años encima, cuánto sufrió en ese momento. Debería incluir en este relato situaciones que no hacen al contenido en las subdivisiones, pero que, en la realidad o la ficción, hacen más pintoresco el entorno. Este es el caso de “Hormiga Negra”. Un personaje casi de leyenda. Se le adjudica al “Hormiga” considerarse del lugar de su entorno, su territorio inaccesible para gente de otro lugar. Animado a probar la realidad de tanta virilidad, me dispuse a enfrentarlo. Sin demasiado protocolo, cuando frente a frente, cara a cara, lo increpo en modo imperativo en estos términos: de manera que vos sos el amo de este territorio. Él, en principio, me mira, mira a su alrededor, donde sólo se advertían otros niños jugando a la pelota u otros juegos. Me quedé en ridículo. Me vi en la más digna obligación de estrecharlo en un fuerte abrazo al pedirle las disculpas de caso. Sentí la satisfacción de haber logrado un nuevo amigo. En este mismo orden de acontecimientos, aparece otro personaje: el “Petiso Rodríguez”. El apelativo no es de fantasía, no. El petiso era eso, a tal punto que, visto de atrás, semejaba un niño. El caso de Rodríguez era realmente diferente a otros. Su padre, adicto al alcohol, con una familia numerosa, no cuidó de su familia. A pesar de ello, el chico, seguramente apoyado por su madre, logró terminar el secundario. Pido disculpas por ignorar el nombre de quien ya considero otro amigo. Creo que nunca lo supe. Ocurre que Rodríguez tenía varios hermanos menores en la misma escuela que yo. Todos los días, a la salida en la calle, me insultaban y molestaban. Harto ya de aguantar me vi en la obligación de defenderme con represalias o mejor dicho a las piñas. Cuando al día siguiente, fui a buscar la leche al tambo del lugar, imaginen quién estaba esperando. Bien, el petiso Rodríguez. Pero desafiante, agrandado. Con frases tal como “así que vos le pegas a mis hermanos. Crees que por tener anillo te tengo miedo.” Me despojo del anillo, lo tiró al suelo y nos trenzamos, piña va piña viene, hasta que un directo de izquierda en la ñata, le hace saltar el chocolate y lo hace desertar, levanta el anillo y escapa velozmente.
Para ubicarme más cerca de la actualidad, debo situarme en el domicilio, en que ya, con mis padres, es decir calle Corvalán esquina calle Orfila. Transcurría el año 1955, mes de setiembre, cuando la llamada “Revolución Libertadora, bombardeo Plaza de Mayo y otros puntos, derrocando al gobierno constitucional del Gral. Perón. El jefe de la rebelión era el almirante Rojas, jefe de la Armada. Ese año no hubo festejos de finalización de año lectivo. Memorizando el relato en tiempo de historia en forma memorial, como lo expresé, derrocado Perón, debió refugiarse en un barco paraguayo, llamado “Cañonera”, recibiendo asilo político en Paraguay, desde donde más adelante se asilo en España. Volviendo al relato, ya con mis padres y hermanos, comienza otra etapa de mi vida. Frente a mi casa estaba la casa de los Von der Heyde, empresarios de reconocido poder económico, de la región, que, viviendo regularmente en Buenos Aires, en verano, regresaban al lugar, con la familia y entre ellos adolescentes como yo. Esto significó un pasaje de mi vida, que se explayó hacia adelante en el tiempo. En forma inmediata surgió una amistad con esos chicos, sin ninguna clase de diferencia. Ellos andaban a caballo y nos invitaban a hacerlo a los demás chicos. Existía un gran parque y una cancha de basquetbol, donde nos reuníamos en las tardes. Otras veces cantando con la guitarra. Hasta había mate de por medio. Volviendo a la normalidad tal lo indica la invariable condición de la vida, y como algo fortuito, el hecho de que mi primo Ramón, era encargado de los depósito de los productos que se aplicaban a los viñedos y frutales, al resguardo de las herramientas, etc., logró encontrar un trabajo más conveniente para él, me propuso, ante los responsables de la administración, que me confirmaran en su lugar, ya que yo, en las vacaciones, sin pago alguno, le ayudaba en esas tareas. El pedido fue aceptado, y desde entonces, pasé a ser parte efectiva del personal permanente de la empresa. Debo en ese mismo espacio de tiempo, incorporar en este relato, parte comprendida en “Lo Feo”, por la razón de que dos de mis hermanos menores, fueron afectados de meningitis, una enfermedad que entonces no tenía tratamiento, quedando con secuelas irrecuperables. Continuando en el desarrollo del relato, luego de un par de meses, por tener estudio secundario, me asignaron a un sector denominado “Administración Rural”, donde se confeccionaban los proyectos de tareas anuales aplicadas a los viñedos y frutales. A cargo de ese sector, se encontraba Santiago Becerra, un técnico en tareas agrícolas, egresado de un instituto, en el que, al parecer, se aplicaban disciplinas casi de régimen militar. Digo esto porque además usaba ropa de color y formato militar. Siempre se dirigía a los demás dando órdenes, lo que, en más de una oportunidad, le acarreó serios inconvenientes. Cierta vez, un obrero se le paró de frente y lo frenó en estos términos: ni mi padre me da órdenes, de manera que apunte para otro lado. De modo inverso, algunas veces encontraba alguien que le venía como la horma de su calzado. Es el caso de Agustín Klosinski, un polaco que había huido de su país, luego de la segunda guerra. Todos los años, el 29 de abril se realizaba en la empresa, inventario general de todas las herramientas, maquinarias, etc., que eran desplegadas en el llamado “callejón central”, que era el que conducía a la playa general o también denominado “callejón de los olivos”. Ahí estaba en su salsa don Agustín. El hombre era de fuerte aspecto físico, y provisto de un oscuro capote negro, escopeta al hombro, yendo y viniendo por el lugar del despliegue de los elementos, realmente semejaba un soldado en plena imaginaria. Bien, volvamos con Santiago. A pesar de ese aspecto de hombre soberbio, Santiago no era mala persona. Poseía algo especial en él, algo muy propio, que lo delataba tal cual era en realidad. Y lo digo con conocimiento de causa. Su trato hacia mi persona siempre fue amable. Por razones de determinación superior, la empresa prescindió de sus servicios. Algunos años más tarde, en forma casual, nos encontramos en la calle. ¡Qué bueno!, expresó, “necesito de tu ayuda dijo, claro si puedes”, aclaró. “Claro que puedo”, respondí. Desplegó en una mesa un pliego como los que yo ya conocía y en pocos minutos, el tema quedó resuelto. Me resultó muy lamentable enterarme que, por graves errores cometidos, cayó preso. Por no contar con recomendación laboral, no lograba insertarse laboralmente.
Debo hacer un aparte a esta altura para referirme a un señor, mejor “honorable señor” Don Hort von Witgenstein. Don Adolfo, como lo llamábamos todos los compañeros de trabajo. Era el jefe de todo lo denominado “playa”. Don Adolfo era alemán, pero estaba en nuestro país, hacía varios años. Volviendo al relato que nos ocupa, aprovechando la habilitación de un nivel terciario bajo la denominación de “Instituto Superior de Ciencias Contables, Fiscales y Laborales”, el primero que funcionó en la zona, logré, luego de una prueba, el ingreso al mismo. A partir de ese momento, comienza mi más extensa carrera laboral en la empresa ya mencionada.
Estamos transcurriendo el año 1979. Precisamente, en marzo de ese año, contraigo matrimonio con María de Los Ángeles, quien, desde ese momento pasó a ser el mayor soporte de mi vida, sin el cual yo no hubiera logrado nada de lo realizado. El día 8 de septiembre de 1982, nace nuestra primera hija, María Paula. En junio de 1984 Matías Augusto, el 2 de agosto de 1985, Ángel Adrián, el 3 de junio de 1988, María Gabriela. A partir de este momento, transcurrieron numerosos acontecimientos, que explayarnos en detalle, sería quitarle al contenido del relato demasiado espacio. Pero ocurrió algo que va a marcar una página que es imposible excluirla del tema central de este relato. El día 11 de diciembre de 2001, llega a este hogar Santiago Angelino. Es de imaginar, tener que volver de nuevo a tareas de las que ya casi nos habíamos olvidado: los pañales, la mamadera, la palmadita del provechito y todo lo que corresponde al cuidado de un bebé. En este momento, con veinte años de edad, está cursando en la universidad la carrera de kinesiología, con el mayor propósito de forjarse un porvenir en su futuro profesional, tal cual sus hermanos mayores.
Recordemos que este espacio de la vida por el que todos atravesamos, y que en mi caso en particular lo he dividido en “Lo Bueno”, “Lo Malo” y “Lo Feo”, sin duda el más doloroso de todos, ha sido la pérdida de quien ha sido mi pilar, mi amada esposa, María de Los Ángeles, con tan solo 48 años.
Deseo dar por finalizado, este trabajo en este día 10 de setiembre en que cumplo 86 años, rescatando todos los momentos gratos que la vida, por la gracia de Dios, me ha regalado, y elevando un pedido como una plegaria, de este modo: “Cuando el Supremo disponga que deba plegar mis alas y detener el vuelo, quisiera entonar mis ojos, en una tarde de otoño, de cara al Cielo. Amén”. Por último, igualmente deseo agradecer infinitamente a todos los nombrados en este trabajo, reales y ficticios que me dieron la oportunidad, de ser un aficionado a las letras, sin llegar a ser el escritor, como en realidad hubiera querido serlo.
Ángel Augusto Segura
San Martín. Mendoza