Mi Abuelo Tomás ¿Una “Vida Opaca”?

Mi Abuelo Tomás ¿Una “Vida Opaca”?

 

No sé la edad que yo tenía, pero recuerdo que era adolescente cuando me dijeron que mi abuelo Tomás había muerto en el campo, es decir en San Esteban, Punilla, en donde vivía con su hija María Ema, soltera, y el hijo mayor, Juan Carlos, casi ciego.

Preparamos el viaje con mi madre y mis dos hermanas menores, Raquel y Laura, pues nuestro papá Horacio, es decir el hijo del muerto, también había muerto. El viaje era largo y cansador en esos ómnibus de color marrón, que parecían quejarse en las trepadas; pertenecían a la empresa La Capillense. 

Cuando llegamos al lugar un auto de alquiler viejo y negro nos llevó a la antigua y enorme casona. En la sala grande, estaba la capilla ardiente sobre un gastado piso de ladrillos.

La tía salió a recibirnos –Hola querida cuñada, dijo con su voz clarita, y los amorosos denme un besito cada uno. El mensaje que les envié también decía que no hicieran tan largo viaje.

Mi madre contestó –Como no acompañarte en un momento así; no pensarías que nos íbamos a quedar tranquilos en Córdoba, ¡oh… no!

El abuelo yacía en un ataúd oscuro rodeado por seis velas enormes que ardían impávidas, relumbrando en el pálido rostro y en la lustrosa tapa apoyada en la pared. 

En esa época no había electricidad y llegando la noche se repartieron lámparas a kerosene, una para cada cuarto, lo que era muy poca luz para nosotros. A medianoche en aquel salón rezábamos con las pupilas clavadas en las llamitas, porque lo demás era negro, y más negro allá al fondo, donde en varias sillas contra la pared, algunas viejitas del pueblo cuchicheaban sus oraciones, también vestidas de negro y casi invisibles. 

Todo era sombrío para despedir a este tan honesto hombrecito que fue de una” vida opaca”, para algunos, cuando no pudo sembrar más sus frutillas, atender sus frutales, plantar los maizales y cuidar a los cerdos de los cuales, preparaba el mejor jamón de ese pueblo, prensado en cajones, con sal gruesa durante meses, en la despensa llamada: la piecita del fondo. 

Cuentan que, siendo aún joven, había logrado las frutillas más hermosas de la comarca, formando una dulce alfombra a los costados de la acequia que cruzaba la loma en esa época; y que toda su quinta era un vergel tirando a paraíso.

También era conocido como el hombre que vestía de traje y corbata, para sentarse a leer los diarios en su galería del campo, donde no pasaba nadie; por ello, cuando algún paisano de la zona vestía con traje, los vecinos decían: ahí va don Tomás Pereyra. 

Salí un rato de aquella capilla ardiente a la galería como para cambiar de aire, y recibí unos hilitos de luna colándose por las ramas del enorme árbol de Áser, que me contagiaron algo de nostalgia. 

Los recuerdos me llevaron a hacia unos años atrás, cuando era niño, en un viejísimo tranvía, ruidoso y con olor a hierro caliente, por la calle Estados Unidos, al barrio de San Vicente en Córdoba. 

Luego caminando llegábamos a la calle Ramón Ocampo, donde vivió el abuelo, con su hija María Ema, hasta el año 1962, en que regresaron a la casa propia en San Esteban de Punilla, por la preocupante demencia senil que le aquejaba a él. 

Aquella de San Vicente, era una casa antigua de las que se denominan casa chorizo con muchas flores en sus jardines, las que despedían perfumes acariciantes; y en la cocina el aroma a café, quedó para siempre en mi memoria olfativa. Pasando hacia los fondos había como dos patios. En otras habitaciones internas, vivía una muy respetable familia italiana de apellido Simonatto, quienes eran los propietarios.

La galería de mosaicos dibujados y columnas de hierro con molduras daban paso hacia la derecha, a los dormitorios: el primero, el del abuelo, se lucía con una alta cama con barrotes de bronce muy dorados, con mesa de noche tapa de mármol y la radio RCA Víctor, que imitaba a un mueble lustrado, de metro y medio de altura, casi más alta que yo.

El abuelo nos saludaba a todos, pero luego se dirigía a mí, yo lo miraba extrañado pues sus ojos tenían una ruedita de otro color en el iris. Entonces me decía que abriese el cajón de su mesita de noche, donde hallaría el paquetito de caramelos, o alfeñiques, que siempre tenía preparados. 

Esa visita, era un ritual de los sábados por la tarde, amable tertulia, acomodados en el juego de jardín de hierro color blanco y rodeados de flores, al que se llegaba descendiendo tres escalones desde la orilla izquierda de la galería.

Ya son las ocho y media dijo mi madre para que nos despertáramos en aquella fría mañana de San Esteban, pues llevarían al abuelito hasta el cementerio de Dolores, antes del mediodía. 

Creo que todo el pueblo acompañó con mucho respeto por las callecitas serranas, y luego de depositar el féretro en la bóveda familiar, al lado de los restos de su amada esposa, llamada Evangelista Moyano Olmos. Comenzó a retirarse la gente de a poco, en medio de pésames, abrazos, y besos, sobre todo a nosotros, casi los únicos chicos en el lugar.

Hasta aquí, parece que se selló la historia personal de Don Tomás Pereyra Freites, el hombrecito de una “vida opaca” para algunos. Pero comencé a preguntar a mis tíos, porque vi cierto respeto en los vecinos, por lo que pensé: mi abuelo, no fue, uno más en este pueblo.

La muy querida tía Ema, nos contó que su papá, llegó a tener un importante puesto de inspector en La Defensa Agraria, dependiente de la nación, donde se jubiló. Que fue conocido de don Carlos Nicasio Paz, dueño de los campos donde hoy se erige La Villa Carlos Paz, enorme punto turístico del país. 

Que su médico personal fue el Dr. Bercovich Rodríguez, con clínica propia frente al Paseo Sobremonte; médico que llegó a ser Gobernador de la Provincia de Córdoba. 

También el abuelo Tomás, fanático de la U.C.R., o sea la Unión Cívica Radical, llegó a organizar los comités, de varios pueblos del Valle de Punilla, en contacto con otros que lo hacían en sus zonas; entre ellos, se destacó su amigo, político e importante médico del departamento Cruz del Eje, Dr. Arturo Humberto Illia, quien lo visitaba en la casa de San Esteban teniendo largas charlas, pero nunca aceptó un asiento, permaneciendo de pie con su mano apoyada en la columna de quebracho colorado de la galería. Luego asumiría la Presidencia de la República Argentina, reconocido como ejemplo de estadista, excelente médico y ser humano.

Las otras muchas relaciones que habrá tenido Tomás, y sus actividades en la ciudad o el campo, lo hicieron persona de bien, y de un trato muy amable, educado y ameno. 

Seguramente, habrán quedado muchas historias y anécdotas, sobre la vida de este hombre, porque éramos niños y nuestro padre Horacio Pereyra Moyano, falleció dos años antes, de este velatorio en el campo.

Una de las recomendaciones que el abuelo me hacía siempre, era caminar con la frente alta por la vida. Por ello, es que elevando la cabeza puedo decir con moderado orgullo: en definitiva, el tan honesto abuelito Tomás Pereyra Freites, de ningún modo, transitó, una “VIDA OPACA”.     

 

Jorge Rafael Pereyra Gigena

jorgepereyraygigenasantisteban@gmail.com

Barrio Parque, Capital