04 Oct Mariola
En una calurosa noche, en la ciudad de Posadas, provincia de Misiones, nací de parto natural el 5 de marzo de 1949, a las 23.10 hs y con una característica especial. Antes que yo nació mi hermana melliza, que abrió el canal de parto de mi madre y yo nací de pie, casi ahogada. Pero la experiencia del médico y la partera que asistieron a mi mamá, hicieron que saliera del trance tan difícil. Ambas somos las terceras hijas de un matrimonio conformado por Julio, que se desempeñaba con un alto cargo en los ferrocarriles General Urquiza y General Belgrano, y Lucía, docente de la Escuela Nro. 6, que estaba ubicada frente al domicilio familiar. Se trataba de una casa antigua con lindos ventanales hacia la calle.
Desde pequeña y hasta la fecha, llevo en mi sangre las vertientes de mis padres, dos cultas personas. Por un lado, el amor por la música, porque mi padre tenía en nuestra sala un piano de cola en el que interpretaba, de oído y sin haber estudiado, las más bellas canciones, las que se le pidiera (aunque prefería el tango). Sus melodías eran protagonistas de los cumpleaños y fiestas de fin de año, cuando venían a pasar con la familia las tías, hermanas de mi papá y un tío, único hermano de mi madre, de profesión abogado en Goya, provincia de Corrientes. Todos traían hermosos regalos, y a la noche, después de cenar, cantábamos y reíamos felices hasta la madrugada. Papá tocaba el piano y junto a mi melliza entonábamos villancicos y otras canciones que sabíamos porque estábamos en el coro de la escuela. Mi madre, por su parte, nos inculcó desde que teníamos uso de razón, la fe en Dios y el amor por la lectura; razón por la cual nos contaba hermosas historias familiares y nos compraba libros y las tan bellas revistas mexicanas de historietas infantiles: “La pequeña Lulú”, “Archie”, “El Toni” (para los varones), “Paturuzito”, “Anteojito”, “Billiquen”, etc.
De mi tierna infancia, lo que resulta inolvidable para mí, es el perfume de mi mamá, cuando, después de cansarme de andar en triciclo por la vereda, me sentaba en su regazo y me hamacaba hasta que yo me dormía. La asusté mucho una vez, cuando caí con el triciclo y todo dentro de una zanja con agua verde repleta de todo tipo de bichos y me hundí en ella. Rápidamente me sacó, me bañó y llevó al médico, ya que estaba como ahogada debido a que había tragado algunos de ellos. El doctor aconsejó un análisis urgente, de donde surgió que había ingerido una lombriz llamada “tenia saginata”, que se enroscaba en el intestino delgado y que, para esa época, no existía un medicamento para niños; razón por la cual, ordenó que se me inyectaran cuarenta dosis de un remedio para adultos. Venía a mi casa un enfermero y yo al verlo llegar ya me escondía debajo de la cama. Era toda una historia sacarme de ahí.
Debo reconocer que nunca fui una niña muy tranquila, me gustaban las travesuras, y tenía además un fuerte sentido de justicia. En mis primeros años escolares, junto a dos amigas, formamos un grupo que castigaba en los recreos a los varones que veíamos pegándole a otros nenes o nenas. Me gustaba llevar a la escuela las golosinas que mi papá traía de concordia, y comerlas en clase para hacer enojar a la maestra, quien me mandaba al fondo para que terminara de comerlas (porque yo ya había terminado la tarea y me aburría). Solidariamente, mis compañeras, una a una, hacían lo mismo; por lo que siempre terminábamos las tres en el fondo del aula hasta la salida. Ya en segundo grado, comenzamos a escribir con tinta y lapicera con pluma. La maestra nos ponía un tintero en cada banco, tapado con un corchito. Un día, se me ocurrió hacerme lunares de tinta en toda la cara, cosa que obviamente también hicieron mis amigas. A la salida, como nos formábamos primeras, nos tapamos la cara con nuestro portafolio de cuero, circunstancia que alertó a la directora, quien, al descubrirnos, llamó a la portera, nos sacó de la fila y nos mandó al fondo del patio donde había un piletón enorme con un trozo de piedra pómez y jabón blanco, para que nos laváramos la cara hasta que saliera toda la tinta. Mamá, que siempre me esperaba en la puerta de nuestra casa, vio cruzar sólo a mi hermana melliza, quien le contó que yo estaba de penitencia por lo que había hecho. Terminada la limpieza de la cara, volví a casa con una nota de la maestra explicando las razones de mi demora, por lo que recibí una penitencia: permanecer diez minutos de cara a la pared y no recibir ninguna revista por ese mes.
Estaba terminando el año 1955 y el mayor de mis hermanos culminaba el secundario, por lo que mi padre solicitó su traslado a Corrientes, para que él pudiera comenzar sus estudios de abogacía en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional del Nordeste. Llegaron momentos de cambio en toda la familia. Para el mes de febrero del año 1956, debíamos estar en Corrientes, porque el ferrocarril Urquiza le otorgaba a Julio un inmueble para la solución habitacional, pero todos debíamos inscribirnos e ir a nuestros respectivos colegios, con las dificultades que eso implica. Llegamos a Corrientes Capital una calurosa noche de febrero de ese año, e inmediatamente personas de la antigua estación del ferrocarril nos llevaron hasta la casa que sería nuestro hogar hasta el año 1970.
A los tres meses de llegar a esta nueva provincia, sin previo aviso, mi papá es jubilado de oficio por el gobierno de turno, debido a que tenía suficientes años trabajados, aunque le faltaba la edad. Es decir, que, de un día para otro, la familia quedó viviendo sólo con el sueldo materno de docente. Mamá trabajaba en una escuela sita en Colonia Nueva Valencia, localidad de Riachuelo, a donde viajaba todos los días en una camioneta con otras docentes y regresaba al mediodía. Para ese entonces ya éramos cinco hermanos. Sin su trabajo, mi papá estaba sumido en una profunda tristeza. Entonces mamá tuvo la genial idea de escribirle una carta a un general del ejército amigo de la familia, planteándole la situación y solicitándole tenga a bien ocuparse del caso. A los dos meses llega un telegrama dirigido a mi papá donde le hacía saber que debía reintegrarse inmediatamente a sus dos trabajos y que en una cuenta del Banco de la Nación Argentina estaban depositados todos los importes actualizados de sus haberes retenidos indebidamente. Era una cifra importante, entonces decidieron comprar una casa. Las cosas comenzaban a mejorar para nosotros. También mi hermano mayor, ya recibido de abogado, aportó económicamente para comprar otra fracción de terreno y ampliarla.
Debo contar que, en mi etapa como alumna del secundario, en el Colegio San José, puse de manifiesto todo mi amor por la literatura, la filosofía y la música. Disfrutaba de leer los mejores autores: Neruda, Rubén Darío, Alfonsina Storni, Bécquer y otros. Llevaba al colegio mi cuaderno de poesías y en las horas de Matemática, Física y Química, me dedicaba a escribir poemas. Mis compañeras, al enterarse de mis habilidades, me pedían que les redactara cartas de amor a sus respectivos novios cuando tenían problemas con ellos. Actividad que me encantaba. Ellas me relataban cuáles eran sus dificultades y yo al escribir le daba forma y solución a las mismas, como una consejera sentimental experta. La fama de mis escritos llegó también a los docentes, tanto que una profesora publicó una de mis poesías en un diario local. Lo mejor llegó al realizarse el acto solemne de fin de año, un 10 de diciembre del año 1966, en el teatro “Juan de Vera”, cuando la Rectora del colegio me pidió que redactara y leyera en público el discurso de despedida. Esto me emocionó mucho. Otra cosa que hizo especial ese evento, fue que mi papá tocó al inicio del acto, en el piano de cola del teatro, el Himno Nacional Argentino, estando presentes todas las autoridades del gobierno provincial. Allí también me lucí con mi talento musical, ya que mis compañeras me pidieron que cantara la canción “La violetera”. Lo hice vestida como española, con una canasta con bellas violetas naturales que supuestamente vendía a un joven que intervino como partener. Al finalizar el acto, la Rectora y las docentes me felicitaron y entregaron una medalla de oro como premio literario de la promoción.
Ni bien terminé la secundaria llevé mi título al colegio Salesiano (a donde concurría mi hermano menor) porque quería trabajar pronto y tener independencia económica. Justo se hizo una vacante en primer grado y el director del colegio me nombra como suplente, con la promesa de pedir que sea designada titular al año siguiente. Yo estaba feliz, tenía 44 alumnos pequeñitos que no sabían ni tomar el lápiz (en esa época no exigían el jardín previo), pero yo les enseñaba con todo mi amor y me ganaba el cariño de cada uno de ellos y sus familias.
Mientras tanto, en mi casa trataba de hacer entender a mi mamá que quería estudiar Filosofía y Letras en la Facultad de Humanidades de Resistencia, Chaco. Pero como recién se estaba construyendo el puente y los estudiantes debían cruzar en una balsa o pequeñas embarcaciones a vapor, ella temía por mi seguridad y me pidió que estudiara otra carrera. Por esos días llegó a casa mi tío abogado de Goya, quien me dio un panorama de la carrera de abogacía y me dijo que yo tenía muchas condiciones para esa profesión. Esto, sumado a mi ya mencionada “pasión por la justicia”, me animó y me inscribí en la Facultad de Derecho de la UNNE.
Faltándome quince materias para recibirme, mi novio, quien acababa de terminar sus estudios y trabajaba ya en una entidad bancaria, me propuso casamiento. La boda se concretó el quince de abril de 1971. Los primeros años fueron de mucho sacrificio, ya que, mientras trabajaba como docente a la mañana, cursaba la facultad a la siesta, atendía mi hogar y estudiaba de madrugada. En ese lapso nacieron mis tres primeros hijos, que eran y son mi alegría.
El 10 de diciembre de 1978, me recibí de abogada y gracias a Dios, pronto comencé a trabajar junto a mis dos hermanos mayores con quienes compartía esta profesión. Además, un famoso procurador me invita a llevar la parte previsional de su estudio y allí me inscribo ante el ANSES y ante el Colegio Público de Abogados de la Capital Federal. Era una época en que las apelaciones del ANSES debían hacerse en Buenos Aires, por lo que debía viajar una vez al mes. Sin embargo, siempre me hice tiempo para estar con mis hijos cada noche y participar en las comisiones de padres y reuniones escolares.
Me resulta muy grato recordar que fui elegida por mis propios colegas para el cargo de Juez Federal Ad-Hoc e invitada en reiteradas oportunidades para dictar cursos para el personal del PAMI y ANSES, tanto por la Asociación Bancaria como por la Facultad de Humanidades de Formosa.
Todo esto no lo cuento por vanagloria, sino para que puedan visualizar de alguna manera que cada cosa que hice en la vida, tanto para mi familia, como para la profesión, fue dando lo mejor de mí, con todo el corazón, esfuerzo y sacrificio; ya que ése es el ejemplo y legado que quiero dejar a mis cuatro hijos y diez nietos, junto a los principios y valores que guiaron mis pasos:
- Quizás en la vida vas a caer más de una vez, aunque te esfuerces, pero, así como caigas te levantarás todas las veces. Mirarás al cielo y Dios te enviará sus ángeles para acompañarte.
- Guardá tu pureza de alma como valor supremo, para que después no tengas que arrepentirte de nada.
- Sos una persona LIBRE, y esto tiene que servirte para que nadie quiera llevarte por caminos incorrectos.
- Tus valores y principios te van a iluminar para que no te dejes llevar por ideologías extrañas a tus creencias.
- Los padres somos los primeros catequistas de nuestros hijos, por ello, ser madre o padre implica una enorme responsabilidad hasta que ellos tengan sus propias ideas. Cuando crecen, los padres sólo podemos ser el hombro y brazos de nuestros hijos y nietos cuando ellos lo requieran, pero jamás te entrometas en las vidas de sus matrimonios.
- Si las dificultades de la vida te colocan ante situaciones insoportables, reza siempre y jamás te llenes de odio. Por el contrario, toma una bolsa de basura y trae a tu mente las personas, los hechos, las palabras que te lastimaron y las arrojarás una por una dentro de ella. Luego, la atarás bien y la lanzarás en un lugar distante en el vacío, dejando atrás esas situaciones y perdonando a quienes te ofendieron.
Así como debí pasar muchas circunstancias difíciles, también Dios me regala cada día hermosos momentos. Me siento libre como el viento, que sopla libre por donde quiera ir, entra y sale por lugares increíbles, acaricia con su frescura a las personas, hogares, naturaleza, niños, ancianos y regresa a su morada para volver a empezar. Siento un amor supremo por mi familia.
¡Qué más puedo pedirle a Dios! Solo dar gracias todos los días.
María Itatí Silveira
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