30 Sep Los Últimos Reyes Magos
Había terminado la primaria en mi pueblo natal, Charadai, cuando mi papá decide llevarme a trabajar con él en el campo, porque cuidaba animales de algunas personas del pueblo. Yo tenía doce años entonces. Era pleno verano y una gran sequía azotaba la región. Así que salimos bien de madrugada, porque el lugar donde cuidaba los animales se hallaba a unas seis leguas aproximadamente. Pero a mí eso no me preocupaba, porque mi padre siempre comentaba cuando llegaba del puesto, las peripecias o dificultades que tenía que atravesar, ya sea en tiempo de lluvias, seca o inundaciones. En cierta manera tenía en mi mente el paisaje que él describía una y otra vez, por lo tanto, me sentía expectante por la aventura que pasaría.
Solamente dos cosas rondaban en mi cabeza, a medida que nuestros montados se acercaban a la querencia: Llegarán los Reyes Magos al lugar que estoy yendo? Y la otra, empezar el año en la secundaria, cosa que sentía que se esfumaba. Tal vez, el primero de los pensamientos me taladraba más la cabeza. Pienso que sería porque siempre creía en ellos y algún regalito recibía para ese día, o alguna cartita donde se justificaban porque no podían traerlos. Quería desprenderme realmente de esos pensamientos. Bueno, en realidad, ya al segundo lo había abandonado, porque mi padre me iba comentando que para estudiar tenía que ir a Resistencia y que él no estaba en condiciones económicas en ese momento, que la situación en el campo era desesperante y que necesitaba ayuda. Por eso me llevaba además; yo era el mayor de mis hermanos varones.
Habíamos recorrido dos leguas, sobre el terraplén que corre al costado de las vías del ferrocarril y luego a campo traviesa, hasta que llegamos a un estero, que lo bordeamos. Era perfectamente redondo. Entonces me acuerdo que había visto en el sobre de una correspondencia que recibió mi mamá, esta dirección: “Desvío Km. 443 -Estafeta Postal Estero Redondo –F.C.G.B”. Llegamos luego a una tranquera, siempre cabalgando a la par.
Allí compusimos un poco las pilchas y cuando montamos para continuar mi padre me dice: “Mirá mi hijo, desde aquí iremos costeando un alambrado y hay que tener mucho cuidado con las ramas de los arboleda o puede saltar algún bicho”. Se refería lógicamente a animales salvajes. Partimos en fila india y él tomó la delantera. A poco de transitar, por ese estrecho sendero, yo me preguntaba: “¿Pasarán por aquí los Reyes Magos?” – No, seguro que no! Me contestaba íntimamente. Mi sólida creencia en ellos disminuía de a poco, mientras íbamos lentamente por la picada. Así, en soledad y con un poco de cansancio, habremos recorrido cuatro o cinco kilómetros. Luego de atravesar esa distancia, costeando el alambrado, pasamos a un nuevo potrero. Seguimos por huellas de carros. Entonces continuamos cabalgando a la par nuevamente. Ya mi padre habría notado mi cansancio y trataba de distraerme con “Estamos cerca…estamos cerca”.
Seguramente, el paso por esa picada estrecha me habría producido un poco de estrés, miedo o algo que no pude descifrar en ese momento, porque él me iba contando de las tareas que realizaba: con la hacienda, las majadas, con las lecheras, el pozo de agua y otras cosas más, aunque yo no prestaba tanta atención. El camino atravesaba una ”ralera” que bordeaba un monte. De repente sujeta su montado y exclama:”¡¡ Ya llegamos!! -Ves aquella tranquera?-Sí, respondo. –´”Bueno, en ese campo, está el puesto”. Seguramente tendremos unos buenos kilómetros todavía, pensé yo.
El camino de carro seguía, traspasó la tranquera y nosotros también. Era una aproximación a la civilización. Se veían algunas que otras casitas. Seguramente de peones de estancias, carreros u obrajeros, porque ese campo tenía una extensión de dos leguas y no tenía alambrados que lo separaran en potreros. Era un campo abierto, donde coexistían pequeños ganaderos con obrajeros. (Se explotaba el monte fundamentalmente, haciendo leña campana para abastecer a las máquinas del ferrocarril de aquel tiempo).
Así pasamos frente a la Administración del obraje. Seguidamente un ruidoso tropel de vacunos pasó levantando polvareda, buscando agua. Estábamos a una legua del puesto. Ya estaba cansado y el sol pegaba fuerte. El sudor de los montados producía espuma por el roce con las pilchas. Muy cerca del puesto nos cruzamos con un carrero y mi padre lo saluda y entabla una conversación en guaraní, que lógicamente no entendí. Luego seguimos marchando e inmediatamente le pregunto: ¿Qué te dijo”? Y él me responde:” Dice que mañana es su cumpleaños y va a festejar porque es día de Reyes”.
Una sensación de alegría o tristeza me invadió, no sé bien lo que pasó, era como si mi montado volaba sin cabalgadura y de repente nos encontramos frente al puesto. Observé rápidamente corrales, bretes, el palenque , un cerco rodeaba a una empalizada a dos aguas y a un paso un rancho, también a dos aguas. Por fin llegamos!! Exclamé. Era ya cerca del mediodía o tal vez más tarde. Desensillamos y mi padre me indica que deje mi maleta con la ropa sobre un camastro, en la única habitación que había. Enseguida observé una ventanita y eso me alegró un poco. Llegó la noche y como lo hacía siempre en víspera de Reyes, coloqué mi par de alpargatas cuidadosamente en dirección a esa pequeña ventana, afuera, en el suelo y entré rápidamente a la habitación, porque la noche estaba muy oscura.
El cansancio seguramente fue el motivo que me produjo un sueño profundo, mejor decir, dormí de un solo tirón, ya era de madrugada. Pegué un salto y encaré directamente sobre mis alpargatas, sabiendo desde ya que juguete no había. Entonces tomé una y la sacudí, por si caía alguna moneda o se hubiera atascado por los bigotes que empezaban a crecer en ellas. Repetí la operación con la otra y ¡nada! Una desazón me embargó, pero creyente aún, reflexioné: “no vinieron porque estoy muy lejos del pueblo. Y quizás haya sido por eso”. Y yo no me quería convencer, porque al día siguiente repetí la rutina y lamentablemente tuve el mismo resultado.
Amado Héctor fernández
Resistencia, Chaco