La Venta

La Venta

 

Hay una casa con un patio 

Donde todas las noches llueve Como si recién amaneciera. 

 

Sí, señor. Le vendo mi casa. Estoy de acuerdo con el precio que acordamos. El terreno y la construcción quedan bien pagos. 

Lo que usted nunca sabrá es que se lleva mucho más de lo que cree.  

Paso a contárselo.  

Entre los ladrillos de las paredes y las capas de pintura quedaron las voces de mis padres, mis hermanos y mi propia voz. Ahí permanecen alojadas todas las palabras que durante tantos años nos dijimos. Allí están impresos la alegría de los festejos, el calor de los abrazos, el dolor de las pérdidas, el resplandor de las miradas. 

En ese rincón del dormitorio principal estaba el lecho en el que mi padre exhaló su último suspiro. Aún lo oigo. Me cree ¿verdad? 

A través de esa pared vidriada que da al patio mi madre podía ver corretear a sus dos perros y a su gato cuando un ACV la postró. 

En este cuarto –ahora vacío- a puerta cerrada para que mi madre no oyera, mi hermano menor me confesó que en su sangre había un retrovirus. El que hizo que nos dejara contando solo cuarenta y dos años. 

Pero no quiero abrumarlo con cosas tristes. 

Venga para la cocina. Aquí está el lugar al que mi padre corría presuroso cuando detectaba que se acercaba el cartero: ponía la pava al fuego, preparaba el mate y lo tenía listo para cuando el servidor público hacía sonar el timbre. 

¡Y qué decir de mi madre! Dos veces al día cocinando parada sobre estas mismas baldosas. Usted no lo percibe pero yo aún huelo el aroma que emanaba de las ollas. Comida simple, sustanciosa, sabrosa. Imagínese: éramos ocho. Sin embargo, ella cantaba mientras la preparaba. 

Salgamos al patio. Vea qué hermosa enramada, cubierta con el jazmín de la lluvia. La construyó mi hermano Juan, que era tan habilidoso. Mire este rosal de pie alto. No tiene idea la cantidad de rosas que da. ¿Y el jazmín del Cabo? Fueron los tres regalos que más apreció mi madre. Cada vez que acudía al consultorio de su dentista o su médico llevaba un ramo de rosas o de jazmines. Y cuando alguien venía de visita se iba con una flor en la mano. Así era ella. Se llamaba Francisca ¿sabe? Le decían Kika.  

En las noches de las estaciones cálidas nos sentábamos todos en el patio y ella decía: Nos vamos a emborrachar con tanto perfume. ¡También le va a pasar a su familia, ya verá! Pensar que las plantas siguen vivas… 

 

Sígame por aquí. Por esta puerta salí en el 70, vestida de novia, ante la presencia de mis vecinos curiosos, del brazo de mi padre que lagrimeaba y mi madre que simulaba su emoción, consolándolo. 

 

Como le decía, usted se lleva mucho más de lo que cree. Ha comprado mi casa, nuestra casa… y gran parte de mi vida. 

Le deseo que sea muy feliz en ella. 

Y si alguna noche, en medio del silencio, escucha murmullos inusuales, no se asuste. Son las almas de los cinco integrantes de la familia que partieron y vuelven a reunirse de tanto en tanto aquí, donde fuimos tan dichosos, pese a todo. 

 

 

Matilde Zunilda Pérez de Carena 

Marull- Córdoba