La Salida

La Salida

 

“Se mató Gómez, dos tiros con la escopeta en el mástil de la plaza. 

 Hace un rato nomás. Entró a la plaza, levantó la lona blanca que pusieron alrededor para arreglarla y con una escopeta que llevaba tapada con una sábana se despachó. 

Llegó al mástil; sacó la escopeta, apoyó su pecho contra el caño y gatilló dos veces. Voló unos cuantos metros. Lo vieron todos los municipales que estaban trabajando ahí, en la plaza”.   

 Suscribo lo dicho al pie de la letra. 

Así arrancó el parte de noticias escabrosas del día que reportó una mujer de las “corre, ve y dile”; chancluda, chismosa del pueblo; una especie de cronista maliciosa aficionada a temas policiales. 

Justamente por la pura costumbre de nada, pero nada de nada, estos asuntos se convierten en la comidilla que alimenta por mucho tiempo el morbo y los supuestos de la gente del lugar.  

El pueblo, de no ser por éste o algún que otro evento, no se sacude la modorra ni en domingo. Está tan calmo, tan vuelto sobre sí mismo, tan cerrado y sin salida que abruma.  Agobia. Y no lo digo por el calor que ya es importante en sí mismo. 

Pueblo del interior. El interior profundo, dicen los citadinos. Para los de acá, el pueblo y chau. 

 Éste, como cualquiera de los pueblos que se quedaron sin tren, no tiene  aeropuerto ni por cerca y la vía terrestre te sitúa dos siglos atrás por lo precario de sus servicios, luce  una verdadera pinturita, una foto postal para la familia que se fue. Por lo inmóvil, digo. Uno tiene la sensación de que ni las persianas se abren. 

Muchas veces me pregunté, estando ahí (preguntas retóricas que una inquieta como yo mastica en las largas y pesadas siestas) dónde encontrar la salida… 

Cerrado, laberíntico, como en una pausa interminable y dolorosa a la vez, un lugar del que, nunca supe bien porqué, ni lo tengo hoy tan claro, pero debía irme. 

Huir. Buscar la salida, pensaba. 

Lo que no imaginé fue eso que ocurrió…que una salida posible sería la misma plaza, el mástil y dos tiros. Tan simple y contundente. Tan definitivo. 

La familia del suicida, los gallegos, como dicen en el pueblo cuando aluden a ellos, son una verdadera hermandad de suicidas. Traen no sé qué duros embrollos en los genes, heredados de los abuelos montañeses que desembarcaron por estos lares a principio del siglo pasado. 

 Eran por lo menos diez hermanos y no exagero si afirmo que éste debe ser el cuarto o quinto de la familia que elige esta abrupta salida. Como un portazo en la cara de todos. Aunque aclaremos, ninguno tan original como éste, porque mirá que elegir la plaza como escenario…El tipo se quería ir pero no así nomás, en el anonimato, digamos.  

Lo suyo fue escenográfico. Con estruendo patriótico. Dos disparos en el mástil mayor luce bastante meditado.  

Ahora la plaza del pueblo ya tiene algo más que historias fundacionales y gestas político comunitarias. Ahora tiene leyenda. Con fantasma y todo. 

Desde siempre me pregunto si el suicidio es coraje o cobardía. 

 ¿El tipo que se despacha a sí mismo apura el reloj con enorme valentía? 

 ¿Es  la soberbia de decirse a uno mismo “me voy cuando yo dispongo”? 

 ¿O es el atroz y humano miedo a vivir con la carga de lo que a cada quién le toca? Pude ver todas las miradas en ese escenario; pude asomarme a sus almas vacías en muchos casos; pude detenerme largamente en sus rostros, en el rictus amargo del gesto, en la angustia que cargan sus manos, en la elocuencia de los cuerpos que sin decir una palabra, aúllan. 

Y la espera. La interminable actitud de espera de algo que no se sabe bien qué es, pero no llega. 

Y la búsqueda desesperada. La inacabable desesperación de no saber qué. 

Pero seguir ahí, confuso y atormentado, hasta definir, si fuera posible, entre el coraje de vivir o morir en el  vano intento. 

Sea  el escenario una esquina sin lumbre del más anónimo pueblo o el central y grandilocuente mástil de la plaza. 

Por mi parte, a mis raíces refiero, españoles también, vecinos de los suicidas, de los primeros en desembarcar y poblar estas tierras, fundadores en pagos indígenas, la cosa fue por otro lado. Longevos como pocos. No se morían ni se mataban. Sobrevivieron todo. Hambrunas, plagas de langostas y ataques indígenas. Y con esto no digo que sean mejores en ningún sentido. Sólo una verdad grande como una casa.

Cada uno lleva la vida como puede. Y los míos tuvieron su propia procesión. 

Mi bisabuelo, Ángel Villaverde, llegado directo de Castilla La Vieja, para refugiarse en el campo chaqueño sufría tremendos ataques de pánico que aparecían justo al caer la tarde,  recuerda mamá. Entonces, en plena crisis existencial, salía en estampida de su casa y desgañitado gritaba… ¡Vecinos, venid a mí…Socorredme que me muero! ¡Vecinos de la comarca…venid que me muero! ¡Socorredme! 

 Y les juro que nunca se murió. O sí, claro, pero mucho, mucho después, cuando ya fue más que viejo y nadie pero nadie, ningún vecino de la comarca esperaba que se muriera.  Volviendo a la historia, el pueblo sigue igual, en continua introspección con las ventanas cerradas. 

Alicia Mabel Romero

aliciamromero@hotmail.com

Santa Ana de los Guácaras, Corrientes