01 Oct Espejos de mi Infancia
Solitaria y libre junto a mi perro Buky solíamos salir fuera de casa. Para los dos era una verdadera aventura en horas de la siesta, donde no debía volar ni una mosca.
Cuando mi madre , cinto en manos (para quienes desobedecían sus órdenes) pegaba el tercer ronquido Buky movía su cola y paraba sus orejas negras y amarillas , manifestando su alegría . Anunciándome la hora de salida.
Cruzábamos la calle de tierra partida , por el sol del estío santafesino. Un campo desértico con florecillas silvestres que a la vera del camino crecían. Solo había un frondoso ombú que sus sombras ofrecía.
Al borde de este añoso árbol una gran excavación (llamadas cavas) iba en pendiente hacia una vertiente donde el agua fluía. Cómo nos divertíamos yo le arrojaba objetos viejos y él corría en su búsqueda , a su regreso , adrede sacudía su cuerpo para mojarme. Fue un incesante buscador de trastos viejos y yo, una cazadora de simples sueños. A veces esa vertiente se convertía en río y lanzaba barcos de papel que Buky seguía su trayectoria, frágiles, naufragaban en el intento.
Quedaba paralizada, en un punto fijo la mirada, sin pensar en nada. Él traía los restos del naufragio en su hocico , y moviendo su cabezota toda mojada me quitaba del estado Alfa en que me hallaba. Amaba mirarme sobre los cristales de agua, donde muchas veces aparecía su cabeza del otro lado de la mía, con sus dos orejas bien paradas arrogante.
Pero todo terminaba en un círculo concéntrico cuando hundía su hocico en el agua.
Aquel campo frente a mi casa , con su ombú , sus florecillas salvajes (azules celestes, amarillas y gualdas) contaba con un propietario , “Don Ambrosio” dueños de hornos de ladrillos entre otras cosas. Sin embargo les permitía acampar allí, a los gitanos . Tal vez les cobraba o canjeaba por algunos objetos de valor (mal habidos). Nunca lo supe, tampoco me importó.
Lo cierto es que cuando llegaban ellos era una fiesta de colores , de música y danzas.
No me fue difícil entablar amistad con las niñas gitanas de mi misma edad. Estaba fascinada por sus gruesas y largas trenzas, sus atuendos de coloridos intensos, su idioma (o dialecto) tan incomprensible como atrayente.
Alegres, ventajeras, con una picardía exacerbada. La pasaba muy bien con ellas. Sus pies siempre estaban descalzos, en estrecha conexión con la tierra. Las casadas cubrían su cabeza con un pañuelo y las otras adornaban sus trenzas con flores de cardo.
La primera fiesta a la que fui invitada, fue a un bautismo de un niño,..Ellos no sé si eran católicos o en que creían, en todo caso era un sincretismo religioso. Hubo tanto comida, como de beber. No dejaban de llegar invitados , yo tendría once años, luces, música y la danza fascinandome en cada movimiento sensual de las jóvenes, que parecían quebrar sus cinturas. Brillo en los ojos y sonrisa permanente en sus labios. Las carpas lujosamente decoradas, con grandes alfombras doradas almohadones de terciopelo.
Era tarde amanecía, giraban delante de mis ojos las gazas de las polleras hasta quedarme dormida.
Fue así que una mañana de otoño del mil novecientos sesenta y siete, por la ventana pequeña de mi rancho pude ver un retazo de cielo gris y el campo desierto.
Rápidas aves migratorias atravesaron en aquel momento , pintando un paisaje triste y solitario.
Levanté mi mano izquierda y deposité en ella un beso que luego arroje al aire a modo de saludo.
Pronto la lluvia comenzó a caer…Pensé en mis amigas nómadas, cuando volvería a verlas, Me hizo ruido el recordar a Pato, hermano de una de mis amigas gitanillas.
Mi pulso se aceleró al recordar su carita, y su piel bronce curtida por el sol, repare en sus dos esmeraldas, sonrojándome.
Comprendí que estaba guardando poco a poco mis muñecas, dándole sombras a mi infancia, para darle luz a mi adolescencia.
Laura Elena Bermudez Tesolín
Santa Fe