01 Oct El Viejito del Acordeón
Las tardes de verano en un pueblo pequeño, a falta de compañeros de juego resultan largas y calurosas, mi madre me permitía jugar en el fondo de la casa, con la promesa de no treparme a buscar los rojos frutos de la inmensa higuera de higos blancos.
Por aquellos años en que el nacimiento de la patria tenía un alto significado militar, más allá de las sangrientas batallas libradas por los caudillos. Mis soldaditos de plomo, libraban eternas y sangrientas luchas cuerpo a cuerpo, la arena fina eran las dunas de la gran playa, y algunos hoyitos, ejecutados con una vieja cuchara resultaban ser las trincheras más amplias y seguras para la defensa de mi patria.
Desde ese lugar observaba el paso cansino de mi padre cuando volvía de trabajar, llevando con una mano la pesada bicicleta negra, que hacia contraste con su ropa blanca llena de cal, era la hora que señalaba el final de los juegos, para correr a su encuentro y recibir un abrazo y un beso cariñoso, luego lo acompañaba hasta guardar la bicicleta en la vieja galería, ubicado debajo del espejo redondo, a un costado de la batea que usaba mi madre para lavar la ropa, colgaba en un clavo el gastado sombrero de paja.
Cuando el sol comenzaba a desaparecer tras las copas de los paraísos y la higuera, y un coro infaltable de pájaros surgían de las ramas, emergía la melodía del acordeón de nuestro vecino, todos los comienzos eran alegres y vitales, la pegajosa tarantela que volvía a repetir, innumerables veces y a medida que la ejecutaba las últimas se tornaban de un tinte lento triste y oscuro. Mi padre de tanto escucharla la había aprendido de oído a pesar de lo riguroso que era con leer música, y lo acompañaba con su acordeón a piano.
La curiosidad infantil me llevo en una de esas tantas tardes de verano a acercarme a la cerca que dividía los terrenos con un tejido cubierto por una tupida enredadera. Desde allí observé al viejito del acordeón, usaba una camiseta de frisa blanca, un pantalón negro gastado y sostenido por un par de tiradores sujetos a la cintura, otras veces rodeaba su cintura una faja del mismo color, alpargatas semis-nuevas, el rostro barbado, la nariz prominente enmarcada por un grueso bigote con las puntas finamente dobladas hacia arriba, sus pómulos sobresalían en el delgado rostro, el cabello de un color gris oscuro, la piel cetrina y los ojos hundidos en sus cuencas de un profundo color negro, su delgadez llamaba la atención, caminaba lento arrastrando un pie hasta sentarse en un pequeño banquillo de madera, mirando hacia el fondo del terreno, a sus pies un viejo perro manto negro, jadeaba con la boca abierta. El viejo acordeón, consistía en un fuelle redondo y con botonera de ambos lados, lo colocaba a la altura del pecho como queriendo acunarlo o hacer de su pecho una caja de resonancia, también se me ocurrió pensar que lo acercaba a su corazón con sentimiento. Al cabo de los primeros compases algunas lágrimas corrían por su rostro cubierto de arrugas, los dedos se deslizaban ágiles por la botonera haciendo sonar el instrumento. Su esposa una mujer pequeña se acercaba y se sentaba a su lado, su figura delgada vestida siempre de negro se perdía en el viejo sillón de mimbre, su cabellera blanca cubierta por un pañuelo negro y su piel clara denotaban una excelsa belleza en sus años juveniles.
Seguramente permanecían unidos por los compases de la vieja tarantela que los transportaba a la vieja Italia a los campos de su Sicilia. Mi padre me había contado que vinieron siendo muy jóvenes escapando de la guerra, no recuerdo bien si la primera o la segunda guerra mundial, esa injusta realidad que siempre la empiezan los poderosos y la sufren los pobres, los que se creen dueños de la humanidad y obligan al exilio indigno. Perdieron el contacto con sus seres queridos, habían abandonado todo, nunca más volvieron, lo único que los unía a su terruño era esa pegajosa tarantela que repetía todos los días, como un bálsamo de agrio dolor, un débil y último nexo con sus raíces.
Al principio resultaba un ritmo alegre, según el anciano contaba era cuando sus familiares lo venían a visitar, estaban de fiesta, a medida que mermaba la cadencia alegre se transformaba en una melodía triste con largas notas disonantes, era que el abuelo comenzaba a despedir a sus familiares que suponía ya muertos. Miraba a la viejecita y agachaba la cabeza casi apoyándola sobre el fuelle del acordeón para ocultar las lágrimas que le producía el desarraigo obligado.
Afuera llueve, por el cristal de la vidriera del bar las gotas resbalan hasta perderse en la vereda angosta, José se demora, tenía que presentarme a alguien conocido quien me podría dar trabajo, España no me disgusta, Madrid con sus viejos edificios, acogió mi llegada como la de muchos otros. Hace casi seis meses que arribe y aún me cuesta instalarme, sigue lloviendo en este verano madrileño, y en este atardecer recordé al viejito del acordeón y comienzo a comprender lo duro y difícil que le debe haber resultado. Recuerdo esos atardeceres nostálgicos y melancólicos ejecutando la verdulera esa musiquita que lo unía a su terruño, ¡Carajo si escucho un tango, me pongo a llorar! Pensar que antes creía que era una mentira que decían quienes se iban del país.
La musiquita pegajosa del acordeón arrulla mis sueños cuando extraño mis raíces. Tristemente no puedo ejecutar un instrumento, pero me siento como ese viejito, el exilio obligado mata, el desarraigo y el alejamiento de los afectos duelen. Solo por el hecho de pensar distinto, me empujaron al destierro forzoso los mercenarios de la muerte que habitan el mundo, los traidores de siempre que entregan a sus pueblos.
Héctor Osvaldo Almirón
San Nicolás de los Arroyos