01 Oct El Paredón de mi Niñez
En 1950 partí con mis padres desde Génova hacia Buenos Aires. Despedidas dolorosas, tren, barco, mar, miles de personas en tercera clase en las bodegas del navío no dejaron ninguna huella en mi cerebro de casi tres años.
Sin embargo, al llegar a Mendoza, una imagen se grabó en mi retina para siempre. Una calle de tierra cubierta por las inmensas ramas de los árboles que crecían a la vera de un angosto canal. Algunos de los niños inmigrantes nos sentábamos en el sifón que cruzaba el canal a la hora de la siesta para escapar del calor. El agua parecía dar saltos y nos mojaba las piernas, refrescándonos.
Detrás de un alambrado había una vieja casona con una larga galería a la que asomaban muchas puertas. Algunas con cortinas de bolsas de harina para que no penetrara tanta luz. Un poco más atrás, una chacra exponía orgullosa los choclos, porotos y tomates que cultivaban los inmigrantes.
Pero lo más excitante para mí era el alto paredón que estaba al otro lado de la calle. En el centro había un gran portón de gruesa madera que permanecía siempre cerrado. Esa imagen despertaba mi curiosidad y fantasía, mientras esperaba día tras día que se abriera para observar el interior.
No vivimos mucho tiempo en esa casa. Mi padre pudo comprar una pequeña propiedad en otro sitio y nos marchamos. Nunca más regresamos y a pesar que siempre preguntaba en qué calle estaba la casona, mis padres no lo recordaban. Pero yo nunca olvidé esa imagen .
Pasaron más de veinte años . Un día en que mi padre me acompañó a hacer un trámite, apareció ante mí la imagen real, corpórea de aquella fotografía que guardaba desde niña. Todo era nítido frente a mis ojos sorprendidos. Clavé el pie sobre el freno del auto y casi en éxtasis grité: Aquí, aquí vivíamos cuando llegamos a Mendoza!
Mi padre no podía creer que yo mantuviera ese recuerdo y no supo qué decir. Todo estaba igual. La calle de tierra, la casona, el canal, el alto paredón y la gran puerta como siempre cerrada. Ya con ojos de adulta supe que ese edificio al otro lado de la calle era una vieja bodega, tal vez abandonada.
Cerré los ojos unos instantes y me vi sentada en el sifón, con la pollera tableada con tiradores, la blusa blanca con pequeños bordados y la cinta tomando los bucles que mi madre me hacía. Mi alma melancólica había encontrado la imagen.
Hoy sentí el deseo irrefrenable de volver a ese lugar para reencontrarme con la niña curiosa que se quedó sentada en el sifón. La calle asfaltada desliza el auto apaciblemente hacia aquel lugar. Me detengo y miro a mi alrededor. Ya no está la casona, ni la chacra, ni el canal, ni el sifón. Una hilera de casas ocupa el espacio. Cruzando la calle, el paredón luce bajo, con varios portones de chapa y rejas que permiten ver el interior. Lo observo, pero no me conmueve.
La fotografía que guardé tantos años se tornó color sepia y comenzó a resquebrajarse, a volverse borrosa. Igual que mi vida setenta años después.
Lucía Mammana
Guaymallén, Mendoza