El Niño Azul

El Niño Azul

 

Éramos amigos del barrio. Siete. Cada uno con sus personalidades en formación. 

El lugar de encuentro era la esquina. El que primero llegaba y no encontraba a nadie iba a golpear las puertas de cada uno al grito de: “señora, lo deja salir a jugar”

En verano, por las vacaciones escolares, teníamos más libertad de acción, de aventuras, de entretenimientos.  Solíamos ir al club. Uno de río. Tomar dos botes y cruzar a las islas que están frente a la ciudad. Atábamos una sandía con una soga y ésta a la parte del timón para que se mantenga fresca. Pescábamos, jugábamos a la pelota en la playa, trepábamos árboles, nos metíamos al ancho río, experimentábamos los primeros asados y antes de la caída del sol volvíamos remando, cansados, alegres.

Nuestro barrio, céntrico, estaba cerca de la estación del ferrocarril. Elegíamos ese lugar para nuestras aventuras que consistían en correr los vagones en movimiento, colarnos, escondernos entre los largos asientos de cuero verde y viajar a los pueblos más cercanos. Al llegar a una de esas localidades, dábamos un paseo y volvíamos en el próximo tren que retornaba a nuestra ciudad.

La estación llamada Central, se ubicaba a escasos 200 mts de nuestras viviendas. Su construcción de estilo inglés, asemejaba a un castillo, con una majestuosa torre y su reloj que marcaba los cuartos, las medias y las horas con sus campanadas. Ese paisaje se convertía en fantasmagórico a la llegada de las locomotoras a vapor, alimentando sus máquinas con carbón de coque, cubriendo gran parte de un humo negro, denso.  

La estación estaba cubierta por un enorme techo parabólico.  Además de sus oficinas, sus boleterías, los andenes y sus vías de ingreso y salida de las formaciones, sobre uno de sus costados externos contaba con dos trochas, una que llamaban “vía muerta” donde estacionaban los vagones para su higiene o reparaciones. La otra, la “vía viva”,  daba paso a vagones de carga, cruzando a través de un túnel de 500 mts totalmente oscuro, hasta su destino final, el puerto. 

En los vagones estacionados en la vía muerta nos instalábamos a leer “revistas mexicanas” hoy conocidas como comics. A tomar las primeras coca colas que comenzaban a venderse por primera vez en nuestra ciudad acompañándola con una galletita dulce rellena cubierta de chocolate llamada “Kremocoa” y a fumar los primeros cigarrillos, que escondíamos en las tapas de control de aguas, existentes en las veredas. 

Todos gozábamos de buena salud a los 14, 15 años. Disfrutábamos de nuestras travesuras. La excepción era ese recordado amigo que muchos llamaban el niño azul, para nosotros era un amigo como cualquiera de nosotros, algo más frágil. Su madre nos pedía que cuidáramos de él. 

Que no crucemos el río” porque no sabe nadar”, que no corra “porque se agita”, que no tome tanto sol,” porque su piel es delicada” que no se meta al agua… “Y no crucen el túnel ¡que es peligroso!”. Este querido amigo era UN NIÑO AZUL.

Así lo llamaba su médico. Había nacido con una atrofia valvular cardíaca, lo que hacía que la sangre no fluyera como corresponde. Por tal motivo, requería de una vida tranquila, sin sobresaltos, sin esfuerzos.

Como desafiando a la misma vida y a la ciencia, nuestro amigo no dejaba de acompañarnos en cada juego, en cada aventura de las que mencioné. Al llegar la época invernal su cara toda; sus manos, su cuerpo, se tornaban azul y debía quedarse en su casa. 

No lo dejábamos solo. Ese era el sentido de la amistad. Acompañarlo y jugar al Estanciero, al Cerebro Mágico, la Oca, ajedrez, damas, perinola, chinchón, escoba del 15. Escuchar en el tocadiscos Winco discos de los Beatles mientras tomábamos una chocolatada Toddy que su madre preparaba para todos. Luego, cada uno volvía a cada casa a cenar con sus padres. Bañarnos, cambiarnos y volver a la casa de nuestro amigo Azul para ver en un televisor en blanco y negro “El muñeco maldito” con Ibañez Menta.

Con gran esfuerzo sus padres lo llevaron a Brasil para ser operado por un destacado cirujano, el Dr. Zervini, tan célebre como el Dr. Crhristian Barnard y el Dr. René Favaloro.

Un mes en el que la barra de la esquina éramos seis.

Volvió con las esperanzas renovadas. Comenzar a vivir una vida como la de cualquiera de nosotros, y así fue. Estábamos alegres por semejante logro.

El paso del tiempo nos alejó de aquella edad y cada uno tomó caminos diferentes; estudiar, trabajar, los primeros amores. Muchos dejamos de ser vecinos, cercanos. Para algunos amigos de aquella barra de 7, la vida ha sido corta…

Aquel niño que había dejado de ser azul, en su juventud radio-operaba los controles de una de las radios más destacadas de la ciudad. Se casó, tuvo descendencia. Pudimos escuchar su nombre en la radio.

No hemos vuelto a vernos. Soy un sobreviviente de los 7 y cada vez que miro al cielo sé que aquel niño azul ha teñido el cielo, haciéndome revivir aquellos años felices.

 Julio Agustin Medina 

Rosario- Santa Fé