01 Oct “Avatares de las Utopías”
A modo de Prólogo.-
Este relato fue real. Doy fe de ello, aunque no recuerdo con precisión la fecha del suceso (Febrero o Marzo de 1998?), porque fui uno de los protagonistas. Aclaro que, su redacción va aparecer ornamentada y hasta exagerada, a los efectos de favorecer su amenidad y concitar la atención del lector. Seguro que no encontrarán golpes bajos ni tampoco aspectos epopéyicos, porque se trató, ni más ni menos, de un hecho atípico, infrecuente y para nada cotidiano, en cambio fue algo divergente y fuera de lo común, con alternativas imprevisibles y con la extraña dualidad de mostrarse, al mismo tiempo, con imágenes encontradas entre dramáticas y risibles.-
El Origen de la Experiencia.-
Todo empezó con una ocurrencia generalizada entre los adolescentes, cuál es la de explotar, después de finalizar sus estudios medios, aquella actividad que les resulta, supuestamente, más placentera. En este caso, la de convertirse en consumados futbolistas. Una ocupación que, observada desde fuera, pinta atractiva en todos sus matices. Primero y principal porque es un juego devenido en tarea rentada y hasta sindicalizada, razones que permiten, por esos avatares de estos extraños tiempos, definirla como un trabajo, sospechosamente, muy bien remunerado para quienes ofician de futbolistas y, por inferencia, un negocio para rapiditos con el rótulo de “Representantes”.
Luego, seduce desde la vocación pues permite hacer lo que a uno le gusta, esto es, desarrollar una práctica en la que no abundan patrones ni jefes a quienes debas soportar sus enrarecidos humores y, encima, tolerar las vigilancias y los mandatos con actitudes denigrantes. Además y si todo va bien y creciendo, llegarás a tener la posibilidad de alcanzar niveles profesionales, que te posicionarán dentro de un grupo selecto de elegidos, situación de la cual resulta muy probable, con los ingresos que se perciben, materializar un nivel de vida cómodo y asegurarte un futuro holgado y lejos de las carencias que, cotidianamente, deben soportar aquellos muchos que están obligados a luchar con sus escasos recursos obtenidos desde sus limitadas habilidades. En el mercado del trabajo los resultados individuales alcanzados son el producto de la cruda relación entre oferta y demanda que, en el caso del fútbol, permite originar el lógico tironeo entre la propuesta y la petición.
El aventurero proyecto tenía el complejo matiz de alejarse, con solo 17 años, del entorno familiar y partir hacia un lugar conocido de nombre, pero desconocido desde lo presencial. El destino era ir a vivir a Capital Federal: primero pernoctar en algún lugar cercano a la sede de los entrenamientos y, posteriormente, si es que superaban la prueba (competencia y aptitud física para ser incorporados a los planteles estables de las inferiores del Club HURACÁN de Parque Patricios), su residencia permanente sería la pensión del club, donde le brindaban el acceso a tres comidas diarias más el alojamiento pertinente.
Es decir que, de movida, la salida se mostraba como algo azaroso y expuesto a un acaecer presunto que podía concretarse o no. Su materialización dependía de que los jóvenes (mi hijo Pablo y su amigo Miguel más otros 3 compinches que solían conformar el grupo de andanzas) se mostrasen capacitados para superar las exigencias de esta severa práctica deportiva asimilada a lo que sería un primer compromiso laboral, dado que el hospedaje (manutención, alojamiento y servicios de lavado y limpieza) implicaban gastos que corrían por cuenta del club más un dinero semanal que recibían, de parte de una especie de representante, para traslados locales y más una diferencia para algún divertimento o salida, o sea que, a través de un convenio tácito los jóvenes figuraban ligados a una actividad que les demandaba estricto cumplimiento de horarios y responsabilidad y respeto por una serie de normas no escritas pero vigentes en orden al autocontrol y disciplina personal. Mientras tanto el grupo hacía las veces de elemento de contención frente a la vorágine que mostraba la metrópoli y sus zonas aledañas.
La Anécdota Propiamente Dicha.-
Habían transcurridos unos diez días de la partida de nuestros hijos a Buenos Aires, cuando una noche recibo una llamada telefónica del Padre de Miguel, quien me informa que nuestros hijos estaban durmiendo, con sus respectivas mochilas o bolsos con las que habían partido desde Mendoza, en la Plaza Congreso o de los Dos Congresos, porque los habían echado de la pensión que les había asignado el club.
El papá había tomado conocimiento de la situación a través de una comunicación que había recibido del personaje que intermediaba con el representante de Buenos Aires. El individuo, al que llamaré intermediario, le comentó que los cinco adolescentes tardíos habían producido, jugando entre ellos, una batahola tremenda olvidándose que estaban en un lugar ajeno y alquilado para que ellos tuvieran dónde ir a descansar. El jolgorio, presumo que fue muy grandes porque, incluso, habían roto una mesita de luz y la puerta de un ropero que tenían en la habitación para guardar sus ropas y pertenencias. El tumulto se había generado a partir de una pequeña trampa de uno de los jóvenes (el último en incorporarse al grupo que había salido desde Mendoza) que, como diría Martín Fierro: “…….le tiene al robo afición……” y, en consecuencia, había provocado un verdadero enfrentamiento que los llevó a extralimitarse y romper algunos bienes del lugar de alojamiento. Sus dueños, sin ninguna contemplación y con la lógica del comerciante, resolvieron echarlos a los jóvenes más allá de la situación en la que estaban (solos y sin dinero). En definitiva, a la calle y a arreglárselas como pudieran.
El intermediario, sabiendo de su responsabilidad y de su compromiso ante nosotros (los padres), los había dejado en la plaza mencionada y buscó la forma de resolverlo, pero no pudo, razón por la cual se contactó con quien tenía más afinidad, en Mendoza, y le contó lo sucedido, pero, además, le requirió su presencia en la Capital Federal a los efectos de resolver el problema con los muchachos que no podían permanecer, por más tiempo, en condición de calle, pues corrían el riesgo de meterse en un problema aún mayor (eran años en que, todavía, la policía tenía cierta capacidad de maniobra y por la que no debía rendir cuentas si es que se atentaba contra el orden público -y cinco jóvenes durmiendo en un espacio abierto era una circunstancia de peligro posible y muy conflictiva, teniendo en consideración nuestra ciclotimia y con los antecedentes de nuestros humores inestables-).
Lo concreto es que esa noche (de Febrero o Marzo de 1998, me inclino más por Marzo) recibí la llamada de Miguel padre y conversamos sobre la necesidad de viajar nosotros para darle un corte a la situación, fuera porque decidiéramos traerlos de vuelta con lo que se terminaban, para los chicos, las utopías de sus anheladas carreras futbolísticas, o fuera porque acordábamos reubicarlos en otro lugar y mantenerles la ilusión de seguir ligados al fútbol. Todo dependía de cuál sería el impacto en nosotros al observar, in situ, la situación de nuestros hijos.
Lo cierto es que combinamos viajar a Buenos Aires en su vehículo, un Peugeot 504 modelo 1996 (prácticamente 0 km), en la madrugada de un Martes a las 4.00 hrs.. Pensábamos que, si todo transcurría de manera normal, en 12 o 13 horas, o sea entre las 16.00 y 17.00 hrs., estaríamos arribando a la Capital Federal. Fue puntual, pues a la hora convenida me pasó a buscar por mi domicilio y sin mayores protocolos (nuestros equipajes eran mínimos y elementales) partimos a lo que nos deparara el destino. Cruzamos Mendoza sin inconvenientes, tomamos un café al parar, obligadamente, en el Arco Desaguadero. Y, luego de los trámites de rigor, ingresamos a la provincia de San Luis. El viaje siguió sin novedades hasta llegar a Villa Mercedes, en dónde empezamos a notar bancos de niebla algo densos que humedecían el vidrio y obstaculizaban la visión del camino, lo que obligaba a usar, de manera intermitente, el limpiaparabrisas.
Luego, la niebla se transformó en lluvia fina y persistente (de invierno como dirían nuestros mayores) y desde Vicuña Mackena en adelante se convirtió en nuestra compañía inseparable. Además, el conducir sobre la ruta mojada hizo que la somnolencia, propia de la madrugada, se convirtiera en tensión y estado de alerta permanente a los efectos de evitar cualquier contrariedad de tránsito que nos impidiera llegar, sin inconvenientes, al encuentro con nuestros hijos. Todo fue regular, aunque cargado de un estado de nerviosismo que nos obligó a soltarnos entre nosotros e iniciar algo muy similar a un diálogo, o bien a cruzar comentarios sobre nuestra situación cotidiana en Mendoza y las relaciones con nuestros hijos y sus inquietudes (Miguel tenía tres varones y yo tenía una parejita -Pablo y Romina- con sus diversas preocupaciones por diferencias de edad y de obligaciones). Esta especie de conversación nos quitó el sopor propio del despuntar del alba y nos sirvió para mantener la vigilia sin problemas y, al mismo tiempo, no reparar en la distancia transcurrida y en la que faltaba recorrer.
Con las primeras luces del día empezamos a observar, en los costados de la ruta, los habituales embalses (especies de lagunas) que suelen formarse, espontáneamente, en esas zonas de abundantes lluvias cuando el Verano muestra los últimos datos de su impronta, sobre todo cuando el año y sus estaciones despliegan su desarrollo con normalidad. A esas formaciones acuíferas hay que sumarle la fauna típica (en general aves y anfibios) que se apropia de esas represas naturales y las convierte en su hábitat.
Avanzando en el tiempo y en el trayecto, debimos realizar una parada necesaria para cargar combustible y de paso tomar un desayuno que nos permitiera renovar fuerzas. La detención la hicimos en una estación de servicios de Junín o Chacabuco (no recuerdo bien, porque mi atención, en esos momentos, era dispersa pues se empezaba a sentir el esfuerzo del viaje y de las horas sin descanso). Salimos nuevamente al camino con el propósito de no detenernos hasta el mediodía para almorzar. Estábamos tan cerca de cumplir nuestro primer objetivo (arribar a Capital Federal y sorprender al grupo de jóvenes, quienes no sabían de nuestra llegada), que no se nos cruzó por la mente la posibilidad de toparnos con algún imprevisto que nos pudiese alterar el plan trazado.
Ahora que lo menciono en el relato, reflexiono y digo: “No había por qué pensar o imaginar contratiempos, pues con esa mentalidad negativa nada podría emprenderse en la vida. Y si, por esas casualidades, algo ocurría habría que atribuírselo a contingencias propias del hacer y no por presagios agoreros a modo de estigma insoslayable. Es decir, como si de un comienzo todo estaba enfocado a no salir o a salir mal. Criterio pesimista que no había por qué tenerlo. Lo cual no significa que habíamos salido, irresponsablemente, a la “buena de Dios”, o sea, sin tomar ningún recaudo o previsión (los lógicos para estas circunstancias). Cuando salimos sabíamos que enfrentaríamos complicaciones, las que deberíamos sí o sí resolver, y cuanto antes lo hiciéramos significaba que teníamos un contratiempo menos.
Esta cavilación surge a raíz de que tuvimos un imprevisto y, lamentablemente, fue uno muy enrevesado en sus consecuencias, aunque baladí en su causalidad. Todo fue por un inocente vuelo de un patito, de los tantos que pueblan esos estanques al costado del camino. Habíamos pasado una ½ hr. antes por Carmen de Areco y la lluvia seguía y, a esta altura, de forma más tupida. La cuestión fue que el plumífero, sin decirle nada a nadie ni reparar en los riesgos, decidió iniciar un vuelo rasante cruzando de izquierda a derecha la ruta, segundos después lo perdimos de vista, no sin antes escuchar un pequeño sonido similar al de un objeto que, en movimiento acelerado, raspa contra otro que pasa a igual velocidad y en sentido contrario. Como el pato no se vio más, hacía frío y llovía bastante, decidimos no parar y solo atinamos a largar una expresión que nos salió a coro: “Pato hijueput….”.
El desplazamiento lo mantuvimos a velocidad crucero y tratando de evitar los charcos en el camino con el objeto de evitar cualquier escollo. Los kilómetros fueron pasando al igual que las señalizaciones (la última a esta altura había anunciado: San Andrés de Giles 40 km., Villa Espil 49 km y Luján 81 km.). Pero como “al perro flaco nunca le faltan pulgas”, de repente Miguel, quien en esos momentos cumplía su turno de manejo, empezó a gritar: “No me responde el auto…..qué le sucede?…se para el motor…etc. etc.”. Luego, aprovechando el impulso que traía el vehículo, encendió las luces intermitentes y se detuvo en el costado de la carretera. Abrió el capot y nos bajamos, el Peugeot largaba humo por todo los costados de la tapa de válvulas. Mala señal, indicación de recalentamiento del motor y posibles daños internos.
Miguel me pidió que destapara el radiador, se notaba reseco y se sentía el típico ruido del hervor del agua. Fue, en ese momento, cuando observé al pato muerto que había roto la rejilla de la trompa del auto y con el pico se había clavado en el panel del radiador, haciéndole perder toda el agua del sistema. La sorpresa me causó una extraña sensación (entre risueña y furiosa) que me hizo soltar una expresión encabronada: “Miguel, vení fíjate, mirá el pato h…de p… dónde se ha venido a incrustar!… Qué bicho de m…..!”. Y pensé: encima se hace el desentendido, como que no me escucha. Lo agarré de una pata y, con rabia, lo arrojé lo más lejos que pude.
Despotricamos e insultamos por unos minutos a la suerte, y reaccionamos de inmediato; buscamos en el baúl algo que nos permitiera portar agua para recargar el radiador y todo el sistema de refrigeración del vehículo, encontramos un tarro(ito) de conserva de tomates en desuso que nos permitió juntar un poco de agua de lluvia que había en los charcos, y le fuimos echando hasta alcanzar el nivel indicado -mientras la lluvia persistía-. Miguel intentó dos o tres veces dar arranque, pero no tuvimos suerte. El coche parecía haber dado sus últimos servicios. Decidimos calmarnos, nos volvimos a sentar en el interior y resolvimos esperar un tiempo (una hora por lo menos) a que el motor recuperara la temperatura de un vehículo detenido. El tiempo transcurrió y no pasó nada, entonces, volvimos a realizar la misma operación anterior (buscar agua con el tarrito, echarle al radiador y al bidón del sistema de refrigeración, darle arranque, empujar el auto hacia adelante y hacia atrás para ver si se destrababa algún elemento), pero no hubo caso.
Como era Febrero o Marzo de 1998, la telefonía móvil recién estaba entrando al país y no era común tener un aparato (parecían ladrillos por lo grandes y toscos) que nos permitiera comunicarnos con alguien que nos brindara una ayuda en ese paraje desolado y por el que veíamos transitar a algunos camiones, camionetas, autos, chatas, ómnibus, furgonetas, pero ninguno se atrevió a detenerse para ofrecernos una ayuda.
Y así pasamos un rato largo rumiando nuestro infortunio, hasta que de uno de los campos aledaños surgió una camioneta con cúpula que, al vernos ahí solos y abandonados, se conmovió y se acercó a ver qué nos había sucedido. El agricultor se enteró de nuestra mala estrella y nos dijo que pasaba por San Andrés de Giles (distante a unos 10 km de donde estábamos) a buscar unos repuestos para su tractor y que iba a llamar a un auxilio para que nos trasladara al concesionario Peugeot de la zona. Nos serenamos y esperamos. Cuarenta minutos más tarde, vimos aparecer una chata un tanto desvencijada -Chevrolet modelo 48- y con un guinche en la parte de atrás. Se nos arrimó y desde dentro del vehículo el conductor nos inquirió: “Ustedes son los que necesitan un auxilio?”…. Miramos hacia todas las direcciones, no vimos a nadie cerca y respondimos: “A vos qué te parece?”. Nuestro malestar era muy notorio.
Y el fastidio aumentó cuando puso su vehículo delante del nuestro y vimos bajar a dos muchachones (el del auxilio y su ayudante) con dificultades físicas (Miguel se arrimó y me susurró al oído: “Faltan el enano con el estandarte y el gordito pelado con el burro y armamos la Armada Brancaleone”, confieso que casi contraigo Piorrea por el esfuerzo que tuve que hacer para no largar la risotada). Era evidente que, a pesar de los contratiempos no habíamos perdido el sentido del humor. A ambos les flameaban una de las mangas de los mamelucos. Sí, así como se lee: estábamos en presencia de dos mancos (a modo de complementación, uno era manco del brazo derecho y el otro del brazo izquierdo, lo que significaba que, caminando a la par y por el lado del brazo ausente, corrían el riesgo de enredarse con las mangas de sus atuendos). Después del impacto inicial, los jóvenes engancharon nuestro coche y nos invitaron a subir para trasladarnos al taller en donde depositarían el vehículo.
Partimos en busca de San Andrés de Giles que era el lugar en donde quedaría el auto para su diagnóstico y cura. El viaje no estuvo exento de sorpresas. Esos lugares de la Pampa Húmeda, sus terrenos tienen poca consistencia porque son de tierra floja y sin la presencia de piedras que le otorgan firmeza a los suelos, razón por la cual cuando soportan una temporada de lluvias abundantes la superficie se convierte en cenagosa y muy blanda, razón por la que deben ser transitadas con vehículos con doble tracción que les impida empantanarse. Bueno, pues, para llegar al poblado de S.A.de Giles, primero debíamos cruzar un trayecto, aproximadamente, de 1 km. por ese tipo de suelo indicado, motivo por el cual nuestra unidad que era remolcada se zarandeaba para todos lados como bote a remo en medio de una tempestad, hasta que en un momento del itinerario sentimos un golpe fuerte que hizo brincar al Peugeot (Miguel, el dueño, estaba pálido y cualquier movimiento de su vehículo su rostro delataba la sensación de pánico más auténtica), los jóvenes rescatistas, al escuchar el ruido, cruzaron sendas miradas cómplices y comentaron: “todavía el Intendente no ha mandado a sacar las ruedas -traseras y delanteras- del tractor de Don Cosme Villagra que quedaron ahí tiradas después que el viejo atropelló a las vacas que se habían escapado del campo del Felipe Esquivel…. Viejo camandulero! Después, cuando se acercan las elecciones, sale a prometer hasta su nuera pa’ que lo voten…”
El tema es que seguimos hasta llegar a los hangares del representante de la Peugeot. Los jóvenes hablaron con quien parecía el encargado y los autorizó a entrar y desenganchar el auto. La entrada al lugar era en pendiente y tipo serrucho, construida con bloques de cemento armado que formaban una escalinata de 2 cm de alto entre cada uno de los escalones. Cuando el vehículo quedó en terreno firme sobre sus cuatro cubiertas el tren delantero aparecía cruzado respecto del resto de la unidad. Nos miramos con Miguel y pensamos: “estos mamertos han roto el eje o algún tensor de la dirección. Y cerramos con una gran verdad: “Sobre llovidos mojados”. Los encaramos a los del auxilio y les dijimos (más Miguel que yo): “Del arreglo del tren delantero se hacen cargo Ustedes, porque nuestro problema fue en el motor. Ustedes lo han destrozado contra las cubiertas, encubiertas, del tractor de Don Villagra. Observando nuestra firmeza y decisión, se asustaron un poco, pero igual contestaron que su Seguro solo cubría a los vehículos trasladados en línea recta desde el ingreso al pueblo, con lo cual la cobertura no alcanzaba para el trecho cenagoso y, mucho menos, desde la ruta. Nos pareció una tomada de pelo, y resolvimos pelearla, sino ahí, por lo menos a través de abogados mendocinos conocidos. Lo concreto es que el coche, casi nuevo, fue a parar a San Andrés de Giles (nombre premonitorio si los hay) con un doble estropicio. A partir de acá, comienza otra historia.-
Conclusión.-
Todos los seres humanos, individualmente, debemos sacar experiencia de las situaciones, favorables o desfavorables, por las que atravesamos en el devenir de nuestras vidas. De igual modo, los hombres integrados, grupalmente, también estamos obligados a configurar una conciencia colectiva, esto es que los conglomerados sociales, los pueblos, las naciones, los estados, es decir, los hombres cohesionados institucionalmente. En ambos casos significa que, más allá del número que nos aglutine, tenemos el compromiso ineludible de recurrir a nuestra capacidad memoriosa, que es la que nos permite validar nuestra razón de ser natural y particular, al igual que nuestra esencia social y comunitaria.
Todo este análisis tiene por objeto transferir la idea de que a los hombres, a través del paso del tiempo, nos guía un horizonte de comprensión que nos permite o nos debe permitir sacar conclusiones legítimas de los diferentes hechos de los que somos partes activa (actores) o pasiva (espectadores). A esta acción de elaborar ideas fuerzas se las identifica como la de armar experiencia, pero siempre en base a la presencia de nuestra memoria cierta y real, no a un invento pragmático u ocurrente que nos permite acomodar esa costumbre a una conveniencia personal con el propósito de obtener un rédito que nos beneficie. La experiencia no es un producto de mercado que se ofrece y se demanda, sino que es un bagaje personal, social y cultural que configuramos a lo largo de la existencia con el objeto de evitar el trágico equívoco de tropezar dos y más veces con la misma piedra. Por eso, del hecho comentado y a modo de “Moraleja” digo: “No todo Auxilio te salva” y “Sé cauto cuando, en circunstancias, alguien te ofrece una mano”.-
Martín Pablo Rodríguez
Luján de Cuyo, Mendoza