Abuelita Conché

Abuelita Conché

 

Quiero contarles que tuve una abuelita que casi no conocí, pero su historia llegó hasta mí con mucha fuerza y me ayudó a admirarla. Ella fue protagonista de su propia vida, la construyó con valentía y amor, un amor que tal vez no era caricia, ni mimos, ni dulzura. 

En las reuniones familiares la solemos sacar a cuento por sus anécdotas y se fue constituyendo en un personaje épico y remoto del que solo sabemos por mi mamá, mis sobrinas y mis primas. Según quien te lo cuente, ella es más dulce o más severa y dura. Le tocó un tiempo de cambio de siglo para lidiar con una suerte difícil. Aproximadamente nació en 1890 y murió alrededor de 1960. No supe de sus orígenes, no sé de dónde vino, ni de sus padres, tal vez haya nacido en Brasil, hablaba un castellano mezclado con portugués, a veces para impresionar mejor o influenciar a quienes se dirigía. Tal vez por todo ese misterio es que me atrapa con su personalidad, su astucia y coraje para vivir.

Tengo casi la edad que tendría mi abuela cuando la empiezo a ver en mis recuerdos, yo diez, ella setenta. Seguramente antes estuvo en mi casa visitándonos, allá en el campo donde vivíamos con mucha comodidad y había mucho de todo.

En esa primera infancia mía todo sobraba, comida, dinero, pero también el trabajo, madrugar para atender a los animales, para sembrar, para cosechar. Carnear y transformar en chacinados para conservar como largas ristras de chorizos colgados en el galpón-depósito, las bolsas de qué se yo qué, todo ahí, para vivir y compartir, para comer los cuatro que éramos y los que vivían con nosotros. Sólo me quedaron recuerdos hermosos, las imágenes me muestran un campo verde recién llovido, las gotitas de agua depositadas en el pasto brillando como pequeños diamantes, la luz del sol estallando sobre ellas, el espacio sin fin y ese olor penetrante a tierra mojada.

Su recuerdo borroso, que tal vez no era la típica abuelita, dulce y mimosa que acunaba a sus nietos en el regazo, en cambio creo que las imágenes que vienen a mi memoria son provenientes de sus anécdotas y los relatos que mi mamá hacía de ella. 

Una sola foto de cuerpo completo me dice que era un poco más alta que su hija Pabla, mi mamá. Vestida con un batón de algún color claro, mira fijamente a la cámara con una expresión singular, mostrándola fuerte, firme, hermosa, erguida, llegando hasta nosotros con su fama de entereza y osadía. Ella vivió en un tiempo en el que no había feminismo circulando, pero seguro fue una mujer con ovarios

Concepción quedó viuda, muy joven. De pronto su marido muere en un acto de trabajo. El relato dice que a Juan, mi abuelo, terminando de comer, lo vinieron a buscar para meterse en una zanja llena de agua que cavaban, algo relacionado con las vías del tren que se extendía por el país. Lo trajeron descompuesto a la casa y al rato murió sin más. Cómo sucedía allá lejos y hace tiempo para los pobres. Y desde entonces nos quedó la recomendación de no bañarnos después de comer. 

Mi abuela entonces, con dos hijos pequeños, un varón, Angel de seis años y una nena, Pabla, a comienzos del siglo XX, sin estudios ni profesión, sin dinero, sin familia que la apoyara, sin la pensión que tal vez recibiría en el ahora, tenía que encontrar la forma de seguir viviendo. Imagino que en esos instantes de enorme dolor, en soledad, tomó una decisión. Viene a la casa de sus suegros, la casa de los Rivero, donde gobernaba el orgulloso “guerrero del Paraguay” como decía el sobre que traía algún dinero de vez en cuando, mi bisabuelo, cuyo nombre no supe así que lo llamaré Mártires, y deja con él y la familia, a su pequeña hija mujer de solo cuatro años, mi mamá.

Así comienza un vagabundeo por los caminos siempre en búsqueda, ya no se detendrá, como otros caminantes de tantos tiempos, tiene que andar, quiere vivir o aunque sea, sobrevivir. No hay grandes opciones, debe elegir la profesión que está a su alcance, la de su inteligencia y picardía, la de su conocimiento popular. Se “recibe de inmediato” de “curandera”. Con unos corchos unidos por un hilo, fabricaba collares con los que según afirmaba, protegía de todo mal. Con corchos quemados y huesos de animales picados podía “sanar” de otras dolencias varias. Colocaba sobre el pecho del enfermo una pequeña bolsita de tela cosida que no debía quitarse por ninguna razón, la “indicación” decía que tenía que “caer solo”. La bolsita podía contener cualquier bicho muerto, con lo cual eso hedía mucho enseguida. ¡Eran muy pacientes los crédulos en esa época! Con eso curaba muchos males y enfermedades, mal de ojo, hechicería y todo lo que preocupara al “aquejado”. 

La abuela Concepción apareció en mi vida o la recuerdo desde los diez años más o menos, ya era una anciana de rostro hermoso y ojos celeste claro, muy claros, de cuerpo esbelto y fuerte. No oigo su voz. Solo sé que ella vive con mi hermana mayor, Elida, su esposo Antonio y sus tres hijos Ricardito, Marta Alicia y Mirta Ester, la pequeña rubia. Más parece su abuela que la mía.

Lila, como nombrábamos a mi hermana, tenía buen pasar o tal vez, simplemente se llevaba bien con la abuela. Mi mamá solía repetir, como sin querer, que Concepción eligió a su hijo como preferido, ya que fue quien lo acompañó en sus andanzas, así que entendimos que ellas no tenían una buena relación. Había deudas pendientes.

Santo Tomé, Corrientes era el lugar donde nació mamá y mi tío, así que la abuela debe haber habitado ahí por algún tiempo. Ese era el pueblo de residencia de los Rivero, mis orgullosos abuelos paternos y sus hijos, uno de los cuales fue mi abuelo Juan, el esposo de Concepción. La casa y sus espacios abiertos, el patio de tierra y con árboles al fondo son parte de la infancia de Pablita, la niña huérfana de padre y con madre de vez en cuando. Muchas explicaciones no había, no se usaba dárselas a los niños en esa época. Cada vez que los adultos hablaban los niños debían retirarse lejos de ellos, al fondo, bajo los árboles, donde no podían escuchar comentarios o relatos que ayudaran a entender por dónde andaba Concepción, esa mujer atrevida e indecorosa que se hacía pasar por “curandera”.

Allá iba Conché con su hijo varón de la mano, por los caminos, de pueblo en pueblo, buscando clientes a quienes curar con sus pócimas y collares de corcho quemado. A veces las distancias obligaban a tomar algún colectivo y a pagar el boleto. Y los recursos de la abuela eran muchos para zafar de pagar. Una de sus anécdotas más graciosas es la de aquella vez, que intentando viajar sin costo, le pide al chofer que espere a que ella encuentre el dinero en su atado de ropas. Entonces con desparpajo e ingenio lo abre frente a todos, colectivo en marcha, salen a relucir los trapos que constituían su vestuario y entre ellos los enormes calzones de tela que se usaban en esa época, hasta que el chofer, más avergonzado que ella, la apremia: “Pase nomás señora”.

Tal vez ayude mucho en su descripción aclarar que ella hablaba una mezcla de castellano-guaraní- portugués que utilizaba según conveniencia, para impresionar mejor.

  El relato de mi mamá decía que sabía hablar portugués muy bien, solo que mezclaba con el castellano a propósito para darse fama de dominadora de “saberes ocultos”. Su apellido, Da Silva, nos hizo pensar que realmente algo de brasileña tenía, tal vez sus padres o abuelos, de los cuales no sé nada. Abuela sabía vivir sin pedir, podía adaptarse a los lugares. En Resistencia, visitaba a los enfermos con una pequeña valija negra en la que cabían varias ventosas con las que curaba algunas dolencias. Eran los 60 y todavía la gente usaba esas prácticas para curarse y Concepción obtenía recursos para vivir sin pedir.

La abuela Concepción es un personaje legendario en mi familia, un poco porque de ella se tienen anécdotas importantes que la pintan de cuerpo entero y otro poco porque todos necesitamos armar las historias de nuestras vidas sostenidas por los que nos precedieron. 

Así que sí, ese personaje solitario y corajudo también queda en nosotros para nuestro orgullo y deleite en las conversaciones de la familia. Tengo con ella esa deuda de conocimiento, de trato, de amor. Así que espero llenar un poco ese vacío que nos queda cuando nos faltan los abuelos. Como a mí que la tuve, pero no.

 

Graciela Concepción Chamorro

chamorroconcepcion@gmail.com

Resistencia, Chaco