01 Oct Un Ángel en Navidad
La Nochebuena del año 2003 fue inolvidable por muchas razones, pero especialmente por una: se había presentado un Ángel. Sé que es difícil de creer, no obstante intentaré contarles.
Esa espléndida noche nos reunimos en la vieja casa de mis padres, en el barrio Yerbal, en las afueras de Posadas. Los añejos yerbales que abundan y perviven con estoicismo son el origen de su nombre.
Allí, cada uno de mis hermanos con sus respectivas familias. Algunos habían recorrido más de dos mil kilómetros desde el sur del país. Sin embargo, ninguno faltó. Intuíamos que esa noche sería imborrable.
Poco a poco, el living comedor se fue poblando de voces juveniles, caritas alegres. Y adultos expectantes, con rostros más serios. ¡Qué clara era la diferencia de actitudes! Los niños y jóvenes estaban felices, llenos de esperanzas. Los mayores teníamos expresiones preocupadas y tratábamos de disimular nuestra tristeza.
Teníamos que ser fuertes. Había que esmerarse para que esa fiesta fuera perfecta. Debíamos estar más unidos que nunca.
La mesa enorme estaba repleta de exquisiteces, preparadas amorosamente y dispuestas con especial dedicación. El aroma tentador de la sopa paraguaya atraía y era difícil sustraerse a su encanto.
Nada había quedado librado al azar. Cada detalle en la decoración de la casa, en la disposición de la vajilla, en la presentación de los manjares, había sido obsesivamente controlado.
En un rincón se destacaba el árbol de Navidad, cargado de lucecitas de esperanza. Debajo, el pesebre parecía querer contagiarnos el supremo milagro que simbolizaba.
Entonces…ocurrió.
Apareció el Ángel y presidió la mesa navideña. Nos llenó de ternura, de recuerdos de tiempos mejores, de anécdotas contadas con esa magia que sólo los ángeles son capaces de desplegar. Cada relato suyo era una parábola cargada de enseñanzas.
Estábamos fascinados, no queríamos que esa noche finalizara. El Ángel tampoco. Tan a gusto nos sentíamos todos.
Mas, en un momento, el Ángel pidió disculpas. Dijo tener que retirarse, que ya era muy tarde, que sus fuerzas estaban flaqueando, que deseaba que lo recordáramos pleno de alegría y vitalidad.
Claro que lo disculpamos. Lo despedimos con besos, abrazos y aplausos. Lo felicitamos por haber sido el alma de la fiesta.
Esa fue la última Navidad de mi padre, que fue conducido de regreso a la clínica donde, a los pocos días, falleció víctima de cáncer. Su nombre era justamente Ángel Stella. Su apellido significa “estrella” en idioma italiano.
¡Qué nombre tan adecuado! Porque era un Ángel de amor y una estrella cuya luz, desde algún sitio celestial, continúa guiándonos.
Nota: Siguiendo un expreso pedido de mi padre, esparcimos sus cenizas en los Saltos del Moconá, en el Parque Provincial, dentro de la Reserva de Yabotí, geografía misionera que amaba y a la cual siempre se sintió integrado.
Marta Irene Stella
Colón, Entre Ríos