Un Ademán

Un Ademán

 

Flotar con el alma cuando sueño, me ayuda a no desesperar cuando despierto. Con las primeras horas del día transito el inefable dolor de cintura, la jalea real y las dispares noticias de un mundo vertiginoso, las asumo como algunas de las cosas que me hacen sentir vivo. A poco de vestirme busco una manera práctica de situarme en la realidad con bajo margen de conflicto. 

Suspiro con atinada suavidad y entonces la búsqueda se transforma en movimiento, saco la bolsa de basura y aprovecho para hablar con los perros de la cuadra que acuden a mi llamado más para olfatear la bolsa que para saludarme, pero aun así con ellos hago catarsis desde que Sultán un día partió hacia su Olimpo y ahora seguro anda corriendo entre la caballería de Atila.

También hablo con el barrendero del Municipio que, a la misma hora de siempre, mientras mueve sus elementos de trabajo con singular destreza me saluda con letanías de salmos y frases mundanas a los que respondo con algunas palabras en guaraní que me enseñó mi abuela Gerónima cuya traducción excede alegremente el doble sentido. 

Durante el desayuno la búsqueda me lleva a construir recuerdos. Cuando me fui a Buenos Aires a estudiar después de mi egreso de la Escuela secundaria las distancias se paliaban con cartas -enviadas y recibidas- los seres queridos y los amigos que quedaron en la Patria chica fueron los que ayudaron a sumar hojas de papel escritas a mano en una caja de zapatos. 

Las que recibía de mis padres y de mi abuela respondían al relato de sus rutinas y de su interés por que me vaya bien en mis estudios. En realidad, yo esperaba con mucha ansiedad las respuestas de mis amigos que descubrían el mundo universitario, me contaban sus ideas revolucionarias mezcladas con detalles de sus escarceos con la belleza femenina y la música lenta.  

Recuerdo que “Mi dulce Señor” sonaba en el amanecer de la década de los años setenta, a la hora de la siesta, cuando los estudiantes de quinto año nos reuníamos en una casa con espacio suficiente para escuchar música y departir mediante el rito de “que las chicas lleven algo sólido y los vagos algo para beber”. De a poco la Tierra giraba, las manos se juntaban para bailar juntos, se hablaba de cualquier cosa hasta que el sol en el horizonte ponía fin a la tertulia. Al menos eso parecía, había que seguir remando, como se dice ahora.  

 

Cuando termino de desayunar, guardo las misivas y salgo a caminar por la costanera es allí donde las voces del pasado se convocan cuando hago un pequeño ademán. No tiene mucho sentido si lo analizo racionalmente. Mientras camino a veces murmuro una frase surgida entre sueños, festejo los ochenta de Mario, recito una poesía que una vez escribí. Pienso en Silvia mi amiga bibliotecaria que se fue en pandemia, se cansó. Ana mi otra amiga de la biblioteca no pudo llorar, yo tampoco pude. A esta edad el llanto deja de ser agua para transformarse en un cirio que encendido atraviesa el altar del silencio.

En el ocaso me detengo en un recodo de aguas quietas, rosado de lapachos y cantos de aves. Miro el paisaje de canoas y de bancos de arena, luego regreso a casa a continuar con mis lecturas o con mis relecturas de lo que pude escribir cada vez que colgaba el alma al sol de la quietud, aquella que no admite el silencio del papel y que derrama luces y sombras para describir las vivencias que marcaron nuestra existencia. 

La más nítida es sin dudas el bello romance de papilas y pupilas, el dulce de leche, un cómplice de mis desobediencias terapéuticas, las aves que huelen la noche y se aquietan, la luna que presiente la oscuridad y acomoda el cielo a su altivez y el sueño donde flota el alma para no despertar desesperado por hacer un ademán cuando estoy en medio de la calle. 

 

Adrián Eduardo Vallejos

adrianevallejos@gmail.com

Corrientes