Relatos de Vida

Relatos de Vida

 

Dedicado a pacientes de alzheimer y cuidadores.

 

Si ustedes hubieran visto a mi madre en esas reuniones en las que conversábamos de lo divino y lo humano hasta la madrugada… entenderían lo que les digo.”

 

Voy caminando al trabajo por las calles de veredas angostas.

Enrollar los pies con las hojas produce un ritmo discordante.

No hace frío, por eso llevo la chalina enrollada en el bolso.

―Lucía―me grita la señora del kiosco. Ya llegó la revista de tejido que me encargaste

―Después paso―le digo.

Entro a la casa del doctor, el mes que viene me jubilo, tenía quince años cuando comencé a trabajar para esta familia.

Al llegar la noche agarro mis cosas, la señora me acompaña hasta la puerta.

―Lucía, por qué sos tan cabeza dura. Los días que trabajás hasta tarde te podés quedar a dormir.

―Gracias, señora, pero para estos huesos viejos no hay nada mejor que mi cama―le digo.

En la esquina está la parada del colectivo, mientras espero me pongo la chalina. La heredé de la Rosita, mi hermana, pobrecita se la llevó la pandemia.

Al llegar a casa tomo una taza de leche tibia, entre bostezo y bostezo intento terminar de ver la novela. En la última propaganda me levanto, apago el televisor y voy al dormitorio.

A la madrugada, escucho a una mujer que me llama. Vivo sola, sé que nadie puede estar dentro del departamento.

Mis oídos están atentos al mínimo sonido, el silencio se hace cómplice de mi inquietud. Vuelvo a acostarme, pero el sueño quebrado se niega a volver.

Antes de salir para el trabajo, paso la rejilla por la mesada y guardo el mate.

El viento sur empuja las nubes cargando el cielo de grises, llovizna finita, me ajusto la chalina protegiendo el cuello.

Al bajarme del colectivo, la quiosquera se cruza con la revista de tejido.

―Tomá, Lucía, ayer te olvidaste de buscarla―me dice. Le doy las gracias. 

En el bolsillo del saco tengo las llaves de la casa del doctor. Entro, agarro la escoba y barro la vereda empujando un estambre de hojas arrugadas.

Salgo temprano, en el puesto de flores de la esquina compro un ramillete de clavelinas púrpuras. Voy a pasar por el cementerio.

―Démelas como le gustaban a mi hermana, ese color sangre con corazón blanco―le digo.

“Capaz es Rosita la que me llama de noche”, pienso.

Frente a la tumba le rezo un padre nuestro.

Ya en casa, descuelgo la ropa antes de que la humedezca el rocío. Saco del freezer un bol con guiso y lo pongo en el microondas.

La novela ya empieza, me quedo dormida.

Un murmullo de voces me despierta, todo está oscuro. Las conversaciones vienen de la cocina, Son hombres y mujeres, ríen.

Me levanto en silencio. Al escuchar que me acerco, solo susurran. Enciendo la luz, pero no hay nadie, recorro la casa.

No puedo volver a la cama, me preparo un café y espero que amanezca.

Antes de ir a trabajar paso por la capilla, rezo dos rosarios, por las dudas uno solo no alcance y le prendo una vela a la virgen.

“Esta Rosita es atrevida, me extraña tanto que ahora viene con los amigos”, pienso.

En la casa del doctor se limpia sobre limpio. Hoy superviso a una empleada que está a prueba, mientras repasa los vidrios de los ventanales voy a la cocina.

Busco un mortero y aplasto romero, laurel y palo santo, cuando están bien mezclados lo pongo en una pequeña bolsa de tela. Le conté a la panadera lo que pasaba con la Rosita, ella aseguró que esta preparación ahuyenta la presencia de cualquier familiar fallecido. Cuando murió su suegra, la muy bruja se le aparecía todas las noches. Hasta que colgó en la puerta una bolsita con laurel, romero y palo santo bien molidos. La desgraciada no volvió más.

Al llegar a casa la cuelgo, no tengo hambre, me voy a dormir.  

Unos golpes en la puerta rebotan haciendo ruido.

Corro y enciendo la luz, miro por la mirilla. No hay nadie, la calle está oscura y solitaria.

―Rosita, volvé para el cementerio―le grito.

Desde hace unos días me siento cansada, con la cabeza abombada, como si tuviera puesto un casco.

Ayer, al llegar del trabajo me di cuenta de que había dejado encendida una hornalla. Por suerte no hubo complicaciones.

Rosita sigue fastidiando, todas las noches me despierta con sus gritos.

El patrón me mandó unos estudios. Está preocupado, dijo que me quede en casa hasta que tenga los resultados.

Hoy fui al sanatorio y retiré la resonancia. 

Ahora voy caminando al consultorio de mi patrón. Con el neurólogo miran los resultados, una arruga les parte la frente.

Tengo demencia, una enfermedad que ovilla las neuronas. Voy a sufrir falta de concentración y puedo perder cosas o ponerlas en lugares incorrectos.

Con razón el otro día encontré el rollo de papel higiénico en el fondo de la heladera tapado con el sifón.

Cuando vuelvo de la clínica, noto que ya no disfruto enroscarme los pies con las hojas. La música se fugó con el invierno.

Por la noche, los golpes en la puerta me alteran, no puedo acostumbrarme.

Rosita se para a los pies de mi cama, me mira. Su quejido enfría la coyuntura de los huesos.

Mañana dejo mi casa, el patrón me va a llevar a un lugar donde Rosita ya no pueda asustarme.

Antes de apagar la luz guardo la chalina en el bolso por si hace frío. 

“Mejor la dejo no vaya a ser que la mezquina no quiera que la use”, pienso. La doblo y con cuidado la pongo a los pies de la cama.

 

Graciela Ribles

Santo Tomé, Santa Fé