No Abran esa Caja

No Abran esa Caja

 

Si algo recuerdo de mi infancia que atesoro con gran cariño, son los días de vacaciones que pasé en casa de tía Juana; por obligación o elección ella había quedado soltera  y como toda tía “solterona”, volcaba en sus sobrinos ese cariño maternal innato en toda mujer.  Vivía en Ucacha, un pueblo distante a unos 70 kilómetros de Río Cuarto.  Había llevado una vida muy dura, al morir su madre. Con tan solo siete años, se hizo cargo de  la  crianza de  sus cinco hermanitos menores ayudando a su padre, puestero de una estancia, donde vivían en un humilde ranchito. Esto la obligó a dejar la escuela y según nos contó en una de sus tantas anécdotas, que aprendió  a leer y escribir haciendo las tareas escolares junto a sus hermanos, ya que ellos, sí habían ido a la escuela y que más de una vez, a escondidas de su padre,  ella les había hecho los deberes y dibujado los mapas. 

Tía Juana fue una persona muy cálida, humilde y bondadosa, que a pesar de haber llevado una vida de mucho esfuerzo y sacrificio, no guardaba resentimiento alguno. Siempre sonriente y servicial, supo sobreponerse con estoicismo a las adversidades del destino: el haber quedado huérfana de madre a tan corta edad, responsable de sus hermanitos, criada en un ambiente hostil para una niña, las tareas domésticas y los trabajos rurales que se vio obligada a afrontar,  fueron postergando su propia vida. No se daba tiempo para ella, primero estaban los demás. 

Después de la muerte de su padre,  ya adolescente, siguió sola haciéndose cargo de sus hermanitos, había aprendido las tareas rurales  y se desempeñaba en la estancia como un peón más. 

Pasó el tiempo, ya mayores, los hermanos varones hicieron su vida y emigraron a otros pagos, sus hermanas se había casado y vivían en el pueblo, mientras que ella quedó sola en su humilde ranchito. Ahora tendría tiempo para ella, pero ya el entusiasmo y las fuerzas se habían ido apagando,  no obstante siempre advertíamos en ella una fresca ilusión. Su sueño había sido casarse luciendo un traje de paisana, toda de blanco, peinando una larga trenza que adornaría con flores silvestres. Se veía llegar, junto a su compañero, a la Iglesia del pueblo en un sulky todo pintado de blanco. Esto lo supimos cuándo por las noches, después de un suculento mate cocido y unas ricas tortas con chicharrón, antes de irnos a dormir, nos relataba en entretenidas anécdotas, pormenores de su vida.

Con mis primos, con quienes coincidíamos, para ir a visitarla, pasábamos unos días maravillosos, disfrutábamos esa vida en el campo, le ayudábamos en la huerta, limpiábamos el galpón, recolectábamos los huevos, cortábamos leña. Todo eso, para nosotros, más que un trabajo era una diversión, aparte de andar a caballo, pescar en una laguna cercana o darnos un chapuzón en el tanque Australiano.

Por las noches, antes del consabido mate cocido, seguíamos jugando dentro de la casa, saltando en los catres a los almohadazos limpios, almohadas que rellenas de plumas, dejaban más de una  vez un plumerío por toda la habitación. Vivía en una casa no muy grande, las chapas habían reemplazado la paja del techo, las  paredes eran de adobe, pequeña, humilde y con pocos muebles, era acogedora. Al entrar se ingresaba a un cocina amplia, dominada por una gran salamandra de hierro fundido; en el medio, una pequeña mesa rectangular rodeada sólo por cuatro sillas con asiento de tientos; al fondo, un gran aparador, donde guardaba los platos, vasos y vajillas, unos pocos cubiertos estaban en un cajón, junto a otro con varios repasadores desgastados por el uso, prolijamente doblados; un florero de vidrio adornado con flores plásticas, se situaba en el medio de uno de los estantes flanqueado por varios portarretratos con fotos de familiares; un poco apartado, junto a una imagen de la Virgen de la Medalla Milagrosa y de un pequeño candelabro había otro porta retrato desde el cual, una hermosa señora parecía mirarnos y sonreírnos angelicalmente… Era su mamá, una de las pocas fotos de mi abuela.  

En otro de los estantes del aparador había una pequeña caja de color verde, apoyada sobre una carpeta blanca finamente  bordada. En varias oportunidades nos había pedido que no fuéramos a abrir esa caja, en realidad,  más que un pedido había sido una orden que cumplimos con desgano, ya que traviesos y curiosos como éramos, hurgábamos todo en busca de alguna golosina. Más de una vez estuvimos tentados de abrirla, pero nos contuvimos, a pesar de que cada vez nos intrigaba más su contenido; intriga que era alentada por las anécdotas que nos relataba todas las noches en las que de una forma u otra hacía referencia a la  caja. Nunca pudimos intuir que habría en ella.

Estas tertulias nocturnas son las que más recuerdo con emoción, regularmente todas las noches, como un rito, se sentaba en su  silla “petisa” frente a la salamandra y mientras, remendaba nuestros pantalones que siempre sufrían nuestras trepadas a los árboles, nos pedía que con una pinza de depilar le sacáramos las canas. Ella lo había hecho de chica con su mamá y ahora nosotros nos peleábamos por hacerlo, porque competíamos para ver quién le sacaba más canas. Otras veces tejía o bordaba y mientras tanto, como reviviendo su pasado,  nos relataba anécdotas risueñas y divertidas la más de las veces, otras no tanto pero siempre de una forma u otra haciendo referencia a la misteriosa caja verde, que le hacía cambiar sutilmente el semblante, cada vez que hablaba de ella.

 Supimos por estos relatos, cómo había llegado la caja a sus manos; de quién había sido el remitente; supimos también de una carta, de una promesa de adolescente, de sueños y fantasías de mujer, del brillo nostálgico en sus ojos y el esbozo de una dulce sonrisa cuando hablaba de ello.

Nos enteramos por estas anécdotas, que le gustaba fumar, que había comenzado de jovencita cuando a escondidas le sacó un cigarrillo a su papá, lo que  le mereció un reto y también una gran descompostura después de dar las primeras pitadas, pero una vez que se acostumbró, fumaba a espaldas de sus hermanos menores y para que su padre no se enterara, cuando bajaba al pueblo por provisiones. compraba cigarrillos mentolados que en esa época estaban de moda y disimulaban un poco el olor a tabaco.

Siempre recuerdo cómo renegaba para hacer que antes de acostarnos, nos laváramos los pies. Calentaba agua en una gran pava y en un rincón de la cocina, de a uno, nos sentaba frente a un “fuentón” y, vigilante, se quedaba al lado nuestro controlando que nos aseáramos bien y luego a dormir, no sin antes hacer una pequeña oración.

Fue pasando el tiempo, de a poco fuimos distanciando nuestras vacaciones en casa de tía Juana, ella cada tanto viajaba a visitarnos, por dos o tres días nada más, no quería descuidar su “ranchito”. Hasta que después de algunos años, una cruel enfermedad terminó con su vida. Fue una noticia muy triste, particularmente me dolió mucho cuando me enteré de su fallecimiento. Como en una película, todos los momentos compartidos con ella acudieron de golpe a mi mente: la rica comida que nos hacía, el mate cocido, el “rito” de las canas, los retos por nuestras travesuras, el lavado de los pies, sus divertidas anécdotas y por supuesto la “cajita” verde, esa “cajita” cuyo contenido nos había intrigado tanto. 

Al faltar tía Juana de su “ranchito”, como ella decía, de a poco se fueron vendiendo  y donando las pocas pertenencias que tenía, a excepción de la cajita verde, que aún conservo como un preciado y valioso tesoro, porque esa caja contuvo durante casi toda la vida de tía, su propia ilusión de vida. 

Cuando papá abrió la caja, encontró en ella un par de alianzas de oro, una grabada con su nombre JUANA  y otra en la que se leía  FELIPE,  había también una carta amarillenta, prolijamente doblada y un poco deteriorada dando cuenta de haber sido leída infinidad de veces. Estaba escrita con letra rústica y cierta desprolijidad, pero evidenciando seriedad y compromiso en su breve texto:

 “Querida Juana, pronto nos van a embarcar a nuestro destino, aprovechando el día libre pude comprar esas humildes alianzas, que con amor se las envío, haciendo por la presente  el formal pedido de su mano, con la promesa de contraer nupcias a mi regreso. Esperando que las alianzas sean de su agrado y complacido desde ya de su respuesta favorable, con un beso a la distancia, la saludo cordialmente. 

Su fiel servidor, Felipe Teodoro Guzmán“.  

Sobre esto que a todos sorprendió, papá nos contó que tía Juana, de jovencita, había conocido a un peón golondrina, con quien había compartido algunos trabajos rurales y que entre idas y venidas al poco tiempo se enamoraron. Felipe, que así se llamaba el peón, por esta relación se aquerenció en la estancia, pero al poco tiempo fue convocado a cumplir con el servicio militar. Esto fue como un baldazo de agua fría para Juana, que estaba perdidamente enamorada y el saber que no lo vería por un tiempo, la deprimía y angustiaba. Fue así que llegado el momento, Felipe viajó a Bahía Blanca, ya que por su número de documento le había tocado servir en la Marina y estaría por dos años bajo Bandera, en el destino que le asignaran. Ese destino fue un buque de guerra, de los que custodian las fronteras marítimas en alta mar. 

A los pocos días de que Felipe se marchara, Juana tiene que haber recibido la carta con la cajita verde, es de imaginar la alegría y felicidad que habrá sentido. Por un tiempo, la ilusión de la promesa de casamiento le  permitió sobrellevar  la ausencia de su prometido. Pero a medida que iban pasando los días, tía Juana se deprimía más y más. Papá cuenta que por ese tiempo no se la veía activa ni contenta como de costumbre sin embargo cumplía con sus tareas en la estancia y a él y a los otros hermanitos los atendía como siempre.

Así pasó casi un año, hasta que una triste noticia terminó por deprimirla del todo. En la estancia que era el domicilio que había fijado Felipe, recibieron la notificación de que el soldado Felipe Teodoro Guzmán, en una de las tantas maniobras de adiestramiento había caído al mar y que a pesar de las infructuosas tareas de rescate no habían podido dar con su cuerpo por lo que concluyeron que se habría ahogado dándolo por desaparecido.

Pobre Juana debe haber sido un golpe terrible y muy duro para ella; sigue contando papá que después esto, en la estancia, en varias oportunidades la habían visto deambular por el casco como buscando a su amado, también que todas las noches él la veía leer una y otra vez esa carta hasta que se dormía abrazada a la cajita verde.

Siempre albergó la esperanza de que Felipe no se hubiera ahogado, que en cualquier momento aparecería por la estancia a cumplir su promesa de casamiento y que en el sulky blanco irían a la Iglesia  para desposarse.

Este relato fue terrible y muy triste para mí. Entendí ahí el porqué de su fresca ilusión,  de su cambio de semblante, de la dulce sonrisa y del brillo de sus ojos, cuando se refería a la cajita verde y también del porqué de aquel pedido de “no abran esa caja”. Ella siempre estuvo esperando a su amado. Él seguía vivo en su corazón y esperó toda su vida volver a verlo.

Un secreto bien guardado en esa cajita, secreto  que nos conmovió a todos y más aún cuando entre su ropa, mamá encontró en el fondo de un ropero, colgado de una percha y bien cubierto con nailon, una bombacha de paisana y una blusa ambas de color blanco, un pañuelo de seda blancos y un par de  alpargatas  también blancas, mientras que en un rincón  del galpón, cubierto por unas arpilleras, un sulky pintado de blanco esperaba para llevar a los novios al altar.

 

Gustavo Adolfo Domínguez

Río Cuarto- Córdoba