01 Oct Milagro de Pascuas de Resurrección
Era una noche de tantas, en las que el mundo onírico me transmitía mensajes que con el tiempo se irían desentrañando.
Subí a un colectivo grande. Mi padre, ya fallecido, me despedía sonriente. Lo curioso es que era yo la única pasajera.
En la mitad del trayecto, me acerco al chofer y le pido que pare, que me tengo que bajar.
—¿Y para qué subió? —preguntó sorprendido.
—No lo sé, pero no estoy lista para viajar. . . ¿no ve acaso que no llevo equipaje?
Y a regañadientes, el hombre me devuelve al lugar de partida.
Ahí me desperté, con la sensación de que esa escena tan vívida, era más que “un simple sueño”.
Durante los días posteriores, mi mente intentó vanamente develar el misterio. Fui a hablar con un sacerdote, con la esperanza de encontrar respuestas a mi inquietud.
—Padre—le dije—, sé que voy a pasar por una prueba, no sé cuál, pero mi sueño fue muy real.
Me confesé (para esa época tenía yo una idea más estructurada de lo religioso), sentía que tenía que poner, como quien dice, “las barbas en remojo”.
Se sucedieron numerosos acontecimientos. Mi cuñado enfermó repentinamente de un mal que a la postre resultaría terminal. “Debe ser esta la prueba”, me dije.
Comienzo a tener hemorragias terribles, al punto de que mi médico me planteó, “¡te voy a llevar de las mechas al quirófano. . . biopsia ya!”. Pasé por la experiencia, y con el lógico temor, por tener dos hijos pequeños absolutamente a mi cargo, fui a recibir el “veredicto”, no era nada para preocuparse.
Aliviada, me dije, “ah… la prueba debe ser esta”.
Tiempo después surgió un viaje de estudios a Mendoza, un colectivo nos llevaría a un congreso en esa ciudad. Contenta con el resultado de mis estudios médicos, me embarqué en ese viaje junto a numerosos colegas.
En el camino cantábamos, mirábamos con goce los diferentes paisajes, atravesamos valle, desiertos y montañas y justo al llegar a Mendoza. . . ¡zas!, el colectivo se quedó frenado en un paso a nivel. Como con un resorte, salté del primer asiento y me bajé a empujar, luego pensé que era una locura. Afortunadamente arrancó de nuevo y llegamos a destino.
Las Jornadas en Mendoza resultaron excelentes. Al regreso, paramos en una estación de servicio en el preciso momento en que hubo un asalto a mano armada, que para muchos pasó desapercibido. Mientras hacíamos compras frente a una plaza, manos extrañas forzaron las bauleras del colectivo, desparramando numerosas pertenencias.
Cual viaje en el tren fantasma me pregunté. . . “¿qué vendrá ahora?”.
Pero no estaba todo dicho, faltaba la última experiencia, la más intensa, la que separaba la vida de la muerte como un cordón de plata invisible.
Estábamos cerca de Bariloche, los pasajeros seguían alegres, cantando. Algunos jugaban a las cartas, otros dormían. Los menos, charlaban de sus cuestiones más personales.
De repente, entre mate y mate, el conductor grita.
— ¡No puedo frenar, no entran los cambios!
El chofer acompañante le indicaba diversas estrategias para detener lo que ya era una mole con ruedas que descendía velozmente por la montaña. ¡Los pasajeros también gritaban “¡poné el freno de mano!” . . . “¡bajá los cambios!”.
Quienes íbamos en el primer asiento miramos el velocímetro, “110. . .120. . . 130”. Esquivábamos camiones, colectivos por la banquina, con las ruedas en el aire (camino de precipicio). Mi compañera de asiento y yo nos tomamos de las manos y espontáneamente, rezamos el Padre Nuestro. Una película de mi vida se me pasó por un instante… segundos, minutos interminables. Pensé “qué bueno que puse las barbas en remojo, estoy preparada para partir”. Ahí vinieron las imágenes de mis niños, ¡no los puedo dejar ahora! Dios. . . estoy lista, pero si es tu voluntad, tírame una soguita.
Miraba el maravilloso paisaje y reflexionaba lo contradictorio de morir entre tanta belleza. (Al fin y al cabo, ¿quién dice que la muerte no es un paso a un paisaje mucho más bello?). Un chirrido y olor a goma quemada me sacó de ese diálogo interno. Miré el reloj, sólo habían pasado 15 minutos (una eternidad para mí). El colectivo paró, bajamos en silencio, algunos crispados, otros con lágrimas en los ojos.
Con un majestuoso silencio, donde sólo cabía el agradecimiento, fui la última en bajar y mis palabras. . . “por favor si alguno de ustedes no creía en Dios, crean a partir de ahora. . .”
Lo único que habíamos hecho mi compañera y yo era orar. No importaba que ella fuera mormona y yo católica. Las Grandes experiencias (por suerte no trágica esta vez) nos hermanó, más allá de las creencias y palabras. Éramos uno en dar gracias. Gracias infinitas por esta nueva oportunidad.
Sara Dolores Zigalini
Comodoro Rivadavia, Chubut