30 Sep Mi Infancia en Villa del Parque
Vivíamos en la calle Ricardo Gutiérrez casi esquina Emilio Lamarca, a metros de la barrera, con frente mismo a las vías del ferrocarril San Martín. Allí, mi abuelo paterno, tenía su vivienda familiar que supo albergar a todos sus hijos, su suegra y algunos que otros parientes.
Al frente tenía una habitación en la que dormíamos con mis padres, con una pequeña cocina. Allí tuve mi primera mascota: un ratoncito blanco.
Patio de por medio, que hacía las veces de comunicador entre la puerta de calle, la habitación principal y un pasillo que se introducía hacia el fondo.
Pegada a nuestra habitación, estaba la habitación de mis tíos, Hilda, hermana de mi papá, su marido el Negro, Juan Carlos Girafa, y sus tres hijos -mis primos- Cristina, dos años mayor que yo, Susana, de mi misma edad y Ricardo, dos años menor.
Luego venía una habitación donde vivía una tía de mi papá, por parte de la madre de él, a la que todos llamábamos “madrina”, ya que había bautizado a uno de sus hermanos y no recuerdo a cuál.
A continuación un salón muy amplio que oficiaba de gran comedor familiar y tertulias, y dos habitaciones pegadas al amplio comedor. Una era el dormitorio de mis abuelos y la otra, de los hermanos menores, Juan Carlos -el Cholo- y la tía Mary, la Gorda para los sobrinos.
Un pasillo que oficiaba de servidumbre de paso, ya que por él se accedía al fondo de la vivienda. Y en el fondo, un patio muy grande, cubierto por una eterna parra. Hacia la izquierda, entrando desde la calle, dos baños muy amplios. Pegado a los baños, un galpón que tenía un uso muy particular. Y sobre el fondo, pegado al galpón y a la medianera, en un nivel más elevado, una amplia cocina familiar. Tenía un porche amplio donde permanecían dos elementos muy singulares: un mortero de mármol con su correspondiente mazo (actualmente lo tengo yo) que era utilizado para hacer los tradicionales “quepes” y “niños envueltos”, dos comidas muy tradicionales en la familia y muy parecidas entre sí. La primera, de origen árabe y la segunda, de Italia. El otro, un narguile de vidrio con su boquilla muy utilizada por mi abuelo. (Como comenté en otras oportunidades, mi abuelo paterno, árabe se había casado con una italiana, ambos inmigrantes europeos.)
El galpón tenía un uso muy particular: era nada más y nada menos que la fábrica de churros de mi abuelo Wadih.
Allí mi abuelo forjó su propio futuro y el de todos sus hijos.
En Villa del Parque era conocido como “el turco churrero”. No tenía tienda ni vendía ropa, aunque había probado suerte en ese rubro. Luego optó por lo que con el tiempo se convirtió en su principal sustento económico y de su familia: la fábrica de churros.
Dos cajones de madera de ébano muy grandes donde se depositaba el azúcar y la harina. Dos tambores de roble para el aceite de freír de excelentísima calidad, dos tambores de doscientos litros. Superpuesta, una máquina “a gusano” donde se introducía la masa prolijamente preparada sobre una mesa de madera de ébano, y un gancho de alambre “San Martín” de acero inoxidable, para ir recogiendo los churros y depositarlos en los canastos prolijamente empapelados y luego azucarados. Todos listos para su venta callejera “puerta a puerta” y en la ferias barriales de Villa Devoto y Villa del Parque que recorría con su tradicional triciclo totalmente blanco y que lucía orgullosamente una chapa azul con números y letras blancas y que decía: “Habilitación Municipal”.
Todos los días, de lunes a lunes, bajo sol, lluvia o fuertes tormentas, a las cuatro de la mañana, se escuchaban los pequeños ruidos de mi abuelo en su fábrica.
Dos o tres horas más tarde, se escuchaban las ruedas de su triciclo que lucía orgulloso, al caminar por el pasillo hacía la calle.
Algo que llamó la atención de mis padres fue que, continuando con la práctica de pedirle mis churros a mi abuelo todas las mañanas, escuchaban una especie de chisporroteo entre él y yo. “Chucu chucu”, solía decir mi madre. Pero hete aquí que, todos mis “sonidos verbales”, eran correspondidos con una acción complementaria de mi abuelo.
Es así que mis padres observaron un día que al dirigirme a él con las expresiones que ya resultaban comunes en mí, mi abuelo tomó una bolsita de papel que utilizaba para entregarles los churros a sus clientes, introdujo en ella una cantidad mayor a la que habitualmente me dejaba y le espolvoreó azúcar.
Al día siguiente, mi abuelo repitió la acción. Escucharon el intercambio de sonidos entre él y yo al momento en que mi abuelo se asomaba a la puerta, la abría y miraba hacia fuera, y con una seña de consentimiento se volvió hacia dentro y ,al cabo de unos minutos, volvió con su capa de lluvia gris y su gran paraguas.
Pasó el tiempo y ya el resto de la familia había comprendido que yo hablaba en árabe con mi abuelo, su lengua natal, antes de hablar en mi propia lengua.
Las tardes en que mi abuelo volvía más temprano, solía llevarme a su fábrica de churros para hablarme de su pueblo y de los hermosos caballos que dejó. Al rato, repetía la acción de mostrarme una vieja foto de su caballo preferido.
Roberto Gustavo Ayoub
Merlo- Buenos Aires