Mermeladas

Mermeladas

 

Estoy sentada en el piso de la cocina en pijamas, frasco en una mano, cuchara sopera en la otra y boca llena de mermelada de damasco que se me escurre por las comisuras. 

El problema es que tengo sesenta años; que son las cuatro de la mañana; que estoy a oscuras; que lo hago a escondidas. 

 – ¿Cómo llegué a esto?, me pregunto. 

 Veamos. Adolescencia dura entre doce y diecisiete años en los años 60, Beatles en pleno auge, Twiggy diminuta y esquelética, ícono adorado de esos tiempos. Mini vestidos Courrèges, “hot pants”. Había que ser flaca, flaca, flaca y menuda, menuda, muy menuda para que los chicos se enamoraran y te sacaran a bailar en los “asaltos” de la época. 

 Veamos esto otro: Yo, un metro setenta, sesenta y cinco kilos, enorme, musculosa, jamás invitada a bailar por los varones, acosada y humillada por las miradas entre burlonas y compasivas de mis pares. 

Familia: abuela paterna que taladraba: “¿por qué quieres ser flaca y negra si eres tan linda así, gorda y blanca? Dame gordura y te daré hermosura”. Yo la odiaba. 

Madre: el genio de la lámpara de Aladino en la cocina. Todos los veranos juntaba de las huertas vecinas -o compraba- duraznos, damascos, higos, naranjas, pomelos, mandarinas, ciruelas, frutillas, sandías y sumergida en una orgía de olores dulzones, transitaba esas tardes de calor revolviendo toneladas de frutas inmersas en toneladas de azúcar en un caldero de hierro negro. Luego vertía los contenidos en frascos «para tener mermeladas todo el invierno» y los ordenaba maniáticamente en forma de pirámide en la alacena. Pirámides de frascos rojos, púrpura, rosa, amarillos, naranja, verdes, azules. Caleidoscopio de tentaciones expresamente prohibidas.

Sociedad: ni se hablaba de nutricionistas, ni se conocían los productos “light”, ni los edulcorantes. Volvamos a mi cuerpo inapropiado, al esfuerzo para que alguien me quisiera, a pesar de él. 

Refugio lógico: el estudio de cuanto se me ponía a mano. Alumna brillante en todo el secundario, abanderada, medallas de plata, oro, bronce, cobre y lata. Me daba lo mismo.  Coseché admiración y no poco aprovechamiento ladino de mis saberes, pero nadie me sacaba a bailar. Un día, así porque sí, lo decidí: no como más, nada de nada. Ni mirar los frascos multicolores que me sonreían con sus ojitos vidriosos de serpientes del Edén. 

 Y empecé a mentir, a inventar excusas y gloriosamente, a perder peso, hasta llegar a ser una bolsa de huesos. ¡Y entrar en talle uno de los vestiditos de Courrèges!

Claro, también perdí músculos y no podía nadar, perdí pelo, perdí fuerzas y no podía caminar bien, perdí neuronas y se acabó la escuela. 

 –¿Qué te pasa que estás tan inapetente? ¿Algún novio te dejó? – era la pregunta común de quienes no habían nunca oído la palabra “anorexia”. 

 Veamos el resto de la historia: no morí, claro, pero me llevó un año re-aprender a comer, un pedacito de manzana cada dos horas y así. Médicos, psiquiatras, amigos, familia, todos tirando de la cuerda para sacarme del pozo. 

Hoy tengo 60 años, sigo flaca y cuando duermo siempre sueño con las pirámides multicolores que fabricaba mamá. Entonces me levanto en puntas de pie para no despertar a mis hijos, ataco con avidez hasta el final cualquier frasco de mermelada que encuentro y sin vergüenza ni culpa, con cada cucharada rebosante de dulce que me llevo a la boca, le hago un guiño cómplice a la vida. 

 

Julia Mariano 

Córdoba, Córdoba