La Llave del Ropero

La Llave del Ropero

 

Con un último aliento, me tomó del brazo con fuerza, y me dijo:

-¿Y la llave? ¿Dónde está la llave? ¡Cuidá la llave del ropero!

Han pasado tantos años ya, pero nunca voy a olvidar esa mirada. La última. Ella y yo sabíamos que no habría otra. Fue un fuego voraz, como son todas las vidas. Arrasador, indomable, inextinguible.

Parecía eterno. Pero no. Los débiles rescoldos luchaban denodadamente por echar sus últimos destellos. La mano implacable fue sofocando las postreras lucecitas insistentes, tenaces.Me miró, resignada. El huracán estaba amainando, lentamente, sin reclamos, sin protestas. Mansamente. Como fue su vida.

Apenas un tenue velo, una esquiva pátina de pena se adivinó en esos ojos que otrora fueron dos fuegos azules. Estoy segura de que ya estaba feliz, porque sabía que estaba partiendo. Se cansó de sufrir, se cansó de ser dependiente; se avergonzaba de tener que pedir ayuda, de no haber muerto dignamente, sin molestar a los demás. Yo sé que odiaba molestar, pedir, ya no más servir. Para nada, decía.

Hasta en su último hálito, sin palabras, adiviné en su mirada:

-No te preocupes, seguí tu vida… Yo voy a estar bien.

No entendí en esos momentos, su absurda preocupación por la llave esa. Pensé que estaría delirando. En vez de despedirse, ¡preocuparse por una llave!

Después de mucho transitar por la vida, después de esas experiencias que marcan delatoras cicatrices, y algunas que otras felicidades fugaces, cuando el tiempo fue mellando mis asombros, mis despertares estrenados y mis ilusiones noveles, cuando todo  ya se vuelve río  quieto y resignado… Allí, al fin comprendí, lo que mi madre pedía antes de morir.

Ella fue una gringa luchadora, de manos curtidas y corazón enorme. Aún hoy recuerdo el aroma del pan recién horneado, hinchado, pulposo y prometedor. Ese perfume inédito, no lo cambiaría por la esencia francesa más exquisita.

O sus mermeladas de naranja, en verano; o el dulce de duraznos de vientre rojo, que cosechábamos de la quinta; o la leche espumosa y tibia  que nos daba, al pie de la vaca, sacada por sus propias manos; o la lechuga, rabanitos y tomates frescos que comíamos en la ensalada, recién sacados de la huerta. Esa savia de la tierra, ese sabor a campo, sol y lluvias, jamás lo volví a tener, ningún gourmet del mundo me lo haría sentir. Porque era la comida hecha por ella, eran las manos de mi madre.

Se fue apagando silenciosamente, como un sol enorme, sangrante, callado y triste. Como ese que yo adoraba ver enterrarse allá, en la laguna donde solíamos pescar morenas y bañarnos en  el estío.

Sus fuerzas la fueron dejando, traidoras; y ese ímpetu de italiana trabajadora, se fue desvaneciendo, poco a poco. El viejo roble se fue ladeando. La enfermedad intrusa fue opacando esos dos luceros brillantes, retaceando sus ganas.

Sus diez hijos se hicieron grandes. Vinieron los nietos, las nueras, los yernos; las mermeladas del súper y el pan de la panadería, que algunos blasfemaban que era más rico; las ensaladas en paquete y los fideos congelados.

Ahora creo que mamá se fue muriendo, desde que se dio cuenta que ya sería  prescindible. De reina omnímoda de la casa, de ser el centro del universo, de ser una montaña que manaba manos y abastecía a todos…A ser una sombra. 

Un día, se levantó y sus hijos ya se estaban yendo  a otros lares. Formamos otras familias, aparecieron las ocupaciones, las ciertas y las inventadas, para evitar las visitas obligatorias. Los nietos se aburrían en ese campo, donde no se conocía ni Internet. Las visitas se espaciaron, las excusas recrudecieron. Entonces, la nona, pasó a ser innecesaria, a veces, hasta molesta.

Allí, justo allí, fue cuando ella decidió que era mejor emprender el otro viaje. Para no molestar. Fue entonces que armó su bunker en el ropero. Su ropero. Su casamata. Un pequeño refugio. Lo último que le quedaba, absolutamente suyo. Ella era la única que tenía esa llave, y conocía el misterio .La cuidaba  celosamente, nunca permitió que nadie  la tomara.

Yo creí que eran cosas de vieja, caprichos seniles. Nunca supe qué guardaba allí hasta muchos años después. Luego de su muerte, pasaron varios meses, antes de que me atreviera a volver a la casa, a respirar el silencio, la húmeda soledad. Tantos recuerdos.

Como por casualidad, se me cayó ese día la llave de la cartera.

Sentí, de pronto, la acuciante curiosidad de saber qué tendría mamá en el ropero,
que tanto cuidaba. Fui, sigilosa, como si estuviera por robar algo, como si estuviera por profanar un antro sagrado. Su eterno perfume a jazmines me invadió, cuando abrí las puertas de grandes espejos del viejo ropero. Mis ojos recorrieron todo, con avidez y nerviosismo.

Estaban sus platos de porcelana de Sévres, que tanto mezquinaba, y los usaba tan sólo los fines de año. Sus sábanas bordadas, que sacaba cuando nos visitaba algún pariente muy especial. El mapa de La Toscana, señalado en un círculo rojo, Livorno, su adorado pueblo, que dejó con sus padres, a los diez años.

Sus cubiertos relucientes de alpaca, heredados de su madre  .Una amarillenta foto de cartón, encuadrada en un  marco ovalado, donde estaban mi padre, con sus enormes mostachos, y ella, tan joven y hermosa, con su vestido rosado pálido, de seda, y su infaltable collar de perlas.

Una cajita, con sus aretes y collarcitos, acumulados en tantos cumpleaños, obsequios de hijos algo ahorrativos, que no tenían mejor idea que regalarle chafalonías vistosas y ordinarias .Fotos color sepia, de cuando éramos tan jóvenes, tan sonrientes e ingenuos, que creíamos que íbamos a sonreír toda la vida. Algunas recetas de Petrona C. de Gandulfo, a quien ella admiraba y seguía. Varias estampitas de sus santos, y la infaltable Biblia, con forro de crochet.

Un viejo bastidor, que nos contó que ella lo estrenó a los 15 años. Lanas, hilos de todos colores, agujas de tejer. Perfumes varios, también adivino, regalos de urgencia. Algunas cremas, ruleros. Sus vestidos de seda y puntilla en el cuello, que ya había dejado de usar, pero que nunca se animaba a regalar, porque cada uno era un recuerdo diferente, supongo.

Un raído abanico traído por alguien, de España. Un manojo de cartas atadas en una cinta azul. Una bolsita llena de caramelos de dulce de leche, los que adoraba comer antes de ir a dormir, que a veces repartía en la visita de sus nietos. Allí no había oro ni marfiles. Tan sólo un retazo del mundo, de ese mundo que un día cualquiera, sin aviso, se hizo trizas.

Esa era su isla. Un pedacito, la última partícula de lo que podría ser todavía dueña y señora. Todo lo fue perdiendo. Las fuerzas, la autoridad, el calor del  bullicio querido, hasta el  reino de su casa. En los domingos, cuando ya ella estaba sentadita, mirando la vida ajena pasar, venían los hijos, invadían su sagrada cocina, le cambiaban todo de lugar. Los nietos se metían a toquetear y ponían la música tan alta que no se podía ni hablar.
Por ahí, alguien se acordaba de ella y se acercaba a hacerle algunas preguntas por obligación; enseguida se iban, cansados de repetir las mismas cosas, ya que la nona oía muy poco. Casi no entendía nada, o no se acordaba, o se le caían babas cuando hablaba.

Pero una sola cosa, guardó apasionadamente hasta el final: la llave de su ropero.
Era todo lo que le quedó, los objetos que le hacían acordar cuando ella era la gran anfitriona irreemplazable. De cuando era sana. De cuando reía. De cuando no era una molestia…

Vino de Italia a conquistar el mundo, aquí encontró el amor, aquí tuvo sus diez hijos. Aquí también, se fue apagando, como una candela cansada y se fue, tranquilamente, como vivió.

Recién ahora, te comprendo, mamá. Siento tanto, tanto, que por la estupidez de la juventud, no haya podido decirte un adiós, ni cuánto te amaba; cuántas gracias me hubiera gustado darte. Hasta en las indiferencias, te fuiste dando cariño a tus nietos, abonando las buenas raíces, que  sin dudas,  formaste.

Hoy, descubro que todo un universo, de un día para otro, puede convertirse en el reducido espacio de un ropero. ¿Sabés por qué? Porque hoy me levanté y por primera vez, me miré al espejo y vi tantas canas. ¡Estoy tan parecida a vos!

Será por eso que  ya tengo mi propia llave. La que cuido tanto. La llave de mi  ropero.

 

Raquel     Pietrobelli

                  Resistencia, Chaco