Historia de un Velero

Historia de un Velero

 

No sé con cuál de las filosofías en danza comulga la personal guía de acción con la que vivo desde que tengo uso de razón. Pienso que el pasado es lo único cierto que nos asiste permanentemente, el futuro solo existe en la fracción de segundo en que se convierte en pasado inmediato.

Para mí, el pasado es ese arcón de vida acumulada en el que los recuerdos hacen pie para seguir alimentando nuestros deseos de vivir, o no, según nos vaya. 

En cada minuto que vivo, mi cabeza vuelve al pasado, remoto o no, pero al pasado Por ejemplo: si mi visión del valor de la solidaridad entra en crisis, solo tengo que meterme hacia adentro para recordar y contarles esta simple “Historia de un velero”:

Corrían los ‘50, la epidemia de polio causaba estragos en el mundo y una gran angustia reinaba entre la gente. Los que podían recurrían a la medicina, los que no, a la hechicería popular. 

En el barrio, a los pibes de mi cuadra nos colgaron al cuello pastillas de alcanfor para ahuyentar los espíritus temibles de la parálisis infantil.

Cierto es que estos rituales no se conocían en el arrabal culto de las clases altas, zonas vedadas a la pelada de la cañada, lobizones, almitas en pena. O como aquel velero arribando a la esquina bajo la mirada sorprendida de un farol. 

Mis viejos habían sumado a las filas bulliciosas del piberío sus cuatro locos bajitos, Alfredo, Teresa, Carlitos y quien les habla, el mayor. 

Cuando un tumulto anunciaba que algo acontecía, corrimos a la intersección de Sol de Mayo (hoy Hualfín) y Dumesnil nuestra calle.

Por sobre las cabezas de los primeros en llegar, asomaba el velamen de un barco. Sí, en sorprendente magia, acababa de anclar un velero en el ocasional puerto de las expectativas que siempre rodean la rutina. La cuestión es que un pase de ilusionismo transformó aquel atardecer de otoño.

Al llegar exaltados vimos al enigmático capitán chileno, pies en tierra junto a la imaginaria tripulación de sus delirios de navegante sin mar, tendiendo sus manos en cordial saludo que más de uno rechazaba, por la supersticiosa creencia de que el mal, la polio, podía estar en aquellas manos. 

Una vez presentado, sin más, dio rienda suelta a una exuberante imaginería rescatada de sus viajes por extensos mares de tierra y pavimento. Se sucedían, unas tras otras, imágenes de cuentos que nos atraparon como si aquel velero sobre ruedas de bicicleta hubiera sido de Morgan, el corsario.

Llegada la medianoche sonó el silbato del contramaestre de turno anunciando la partida. Habían transcurrido, sin darnos cuenta, no menos de seis horas desde el arribo de aquel mágico regalo de vida.

Y así, con las bodegas repuestas de víveres que el vecindario agradecido cambió por ilusiones, partió el navío con velas henchidas de aventuras nuevas hacia otros puertos, dejando tras de sí, sin saberlo, una estela de asombro y confraternidad popular.

No obstante haberse presentado aquel personaje, solo recuerdo su rostro, pero no su nombre.

 

Benito Bernardo Ferrero

Córdoba, Córdoba