El Motín de las Urgencias

El Motín de las Urgencias

 

Que las persianas corrijan la aurora,

Que gane el quiero la guerra del puedo,

Que los que esperan no cuenten las horas,

Que los que matan se mueran de miedo.

 

Noches de Boda

 Joaquín Sabina

 

Los despertó la actividad del padre en el balcón. Como un autómata, sin entender lo que pasaba, el señor Rivero intentaba visualizar el origen de los ruidos que habían interrumpido la noche. En tanto se envolvía con su bata, insistía con las preguntas – ¿Quién anda por ahí? ¿Quién es?

La casa se desperezaba al compás del chancleteo provocado por los pasos precavidos que bajaban por las escaleras enceradas. El perro cazador se adelantaba ladrando descontrolado, mientras recorría, una y otra vez, la distancia que los separaba de la puerta de calle.

La familia se fue sumando a la investigación. A esas horas oscuras se hacía difícil emerger de los sueños. Cuando se convencieron de que lo único que interrumpía el silencio eran los ladridos sostenidos de Guardián, se retiraron a retomar el descanso.

Sobre el pináculo del techo de la casa de dos pisos, cual gato nocturno, Sandra buscaba la sombra de Beto, entre los arbustos del jardín. Desde ahí, el declive de las tejas españolas se veía muy empinado, como si fuera un faldón enorme, de cuyo orillo debería lanzarse a la libertad. 

Desde esa altura dudó de la fortaleza de los brazos amados que, según los planes que habían tramado durante tantos días, deberían sostenerla cuando cayera sobre ellos, como una bolsa de arena mojada. Sus propias redondeces, las que tantas veces los habían conducido al goce, le provocaban desconfianza, justo en ese momento decisivo, el elegido para comenzar su vida independiente. 

Sus carnes macizas, las que ahora podían hacerle peligrar la fuga, las obtuvo engullendo todo lo que encontraba cerca, como una forma de distraer los huecos causados por el desarraigo. Ebria de gula satisfecha se dormía con la panza hinchada y los sentidos saturados por el gusto de lo que se le derramaba de la boca. Se soñaba jugando descalza, escondida entre las cuevas y las esculturas talladas por el viento, en medio de los campos arcillosos de su infancia.

Su madre la había arrancado de la familia, del entorno habitado por las cabras que trepaban por los cerros de greda, entre los arbustos espinudos, sobrevolado por los cóndores guardianes. La había dejado a cargo de la familia Rivero, justo cuando los granos que empezaban a presentarse en su cara, la delataban como otro temprano semillero. El estallido de su cuerpo y la demanda de sus sensaciones intempestivas, la perturbaban tanto como la angustia del desarraigo. 

Las nubes taparon el brillo de los astros. Ya no había luz en las ventanas y el silencio de la casa se había incorporado al de la noche. 

Tiró el bolso. Los crujidos de los arbustos activaron los ladridos del perro. Apuró la huida y, como una estrella apagada, se arrojó a los brazos que intentaron contenerla. Los cuerpos rodaron por el pasto, rodaron y… siguieron rodando y rodando… como otras veces… y hubieran seguido… 

Los crujidos de los arbustos y los quejidos propios de la caída provocaron la rápida  reacción de Guardián que alertó a los habitantes de la casa, mientras ellos corrían hacia la otra calle. En tanto las ventanas se vestían de luces, la voz del jefe de la familia preguntaba con insistencia – ¿Quién anda por ahí? ¿Quién es?

Guiados por sus urgencias, los amantes huyeron tomados de las manos hasta la ochava por la que doblaron y les otorgó el pasaporte a la independencia. 

La ausencia de Sandra, la chica de la cual eran tutores los Rivero, quebró la rutina de la mañana. Guiado por la confirmación de sus alarmas, Guardián arañaba las paredes, con la pretensión insistente de trepar al tejado. Entre los arbustos del jardín, encontró una zapatilla de lona, pero sin magia y con señales certeras de una huída precipitada. 

Los asombrados parientes de Sandra declararon que desconocían su paradero, en tanto la maestra les informó que la escuela había acordado expulsarla por exceso de inasistencias, mentiras y falta de colaboración.

La chicharra del reloj terminó con su primera noche de mujer liberada. Bostezó feliz entre los brazos que le habían enseñado a amar sin riesgos, ni culpas, y a lograr su ansiada independencia.  

Le resultó odioso el tono con que él le pidió el desayuno. No parecía el hombre que le había enseñado a concretar sus sueños, de pronto se había convertido un jefe desconsiderado. 

El armario estaba tan vacío como los bolsillos. En un rincón encontró unos jarros cachados, percudidos, invadidos por un tropel de cucarachas y hormigas que desaparecieron entre los trozos de galletas hundidas en una playa de migas. 

Se sintió como una de esas hormigas inquietas, pero ellas estaban en su medio, pertenecían a un grupo organizado, compartían una meta, un rumbo determinado. 

Los ronquidos profundos, exagerados, la hicieron reaccionar. Él se había dormido esperando un desayuno como el de la casa de los Rivero, el mismo que su estómago reclamaba con una batería de ruidos, pero que sólo podría preparar gracias a un milagro.

Salió decidida a ir a la casa de la compañera de escuela que la había protegido tantas veces. Le pediría alojamiento por unos pocos días, hasta que consiguiera trabajo en otra casa y arreglara su historia familiar. 

Mientras esperaba el ómnibus, sintió que una mano suave, pero muy segura, le tocaba el hombro. Se estremeció al escuchar que Rosita, su madrina, la llamaba como cuando era niña, pero en el acto recordó que ella había fallecido un tiempo atrás. 

Se volvió a buscar a la dueña de esa voz tan dulce, casi amable, que le traía tantos recuerdos hermosos. Sintió que se le erizaban los cabellos de la nuca, mientras un frío intenso le recorría la espalda, ante esa mujer uniformada que se identificó como policía y sin dudarlo, con una firmeza definida, le ordenó que suba al auto, en el que la conduciría hasta el juez de menores.

 

María Cristina Altobelli

 

70 años

famrial@gmail.com

Salta, Capital