Amistad

Amistad

 

 Esperaba con ansiedad el mes de diciembre. Diciembre significaba para mí el final de las clases y  un veraneo en plena pampa húmeda en la estancia de los abuelos. 

 El ritual se repetía año a año. Rápidos besos a los ancianos y corrí al campo vecino a  encontrarme con la amistad y el amor. Nunca olvidaba la canasta llenas de esos dulces que  yo sabía le encantaban. Nos abrazábamos un largo rato. Y luego a jugar. 

 Transitábamos juntos cada día de esos veranos de gozo. Correteábamos por los sembradíos, chapaleábamos  en la lagunilla,  nos deleitábamos en carreras desafiando el viento sur que nos abofeteaba. Los días sofocantes nos cobijábamos bajo un árbol, rodábamos sobre la hierba fresca y nos tirábamos en ella a compartir manzanas y peras.  Yo hablaba sin retraimiento  de mi vida en la ciudad, de lo poco que veía a mis padres siempre ocupados o de viaje, de la escuela y mis profesores, del «pasacassette» último modelo que me trajeron de Europa, de lo fácil que me resultaban las lecciones de conducir que recibía de un instructor contratado, de la promesa de tener un auto propio cuando cumpliera dieciséis y del futuro. Ese tiempo de gloria  en que planeaba vivir allí siempre juntos y  ayudando a mis abuelos. Y volaban los veranos, envueltos en una nube de dicha y de proyectos. 

 Un día helado de julio recibí una llamada de mi abuelo. Su voz sonaba acongojada.  La conexión era deficiente, solo escuchaba  a medias palabras entrecortadas. Alcancé a oír: accidente, camión, fractura, costillas rotas, pulmón perforado, grave. Dejé caer  el teléfono y me monté al auto de mi madre ausente. Aceleré a fondo hasta la estancia.  

De tres zancadas crucé los salones y la galería y corrí a campo abierto. Su intento de levantarse al verme resultó vano. Unos ojos semi cerrados clamaban de dolor; percibí su respiración afanosa. Nos confundimos en un abrazo eterno. Besé cada centímetro de su cara y acaricié con suavidad cada parte de su cuerpo. 

Luego corrí a la casona, tomé de la vitrina el fusil del abuelo.  Volví, apunté y el tiro fue directo a la frente. No más suplicio irremediable  en esa mirada querida. Exánime, caí de rodillas  y lloré mi desgarro durante horas, aferrada a su crin dorada. 

 

 

 

 Julia Mariano 

juliaemariano@hotmail.com